Fui a ver a Melody. Sabía que sería de las últimas veces, estábamos alargando lo inevitable.
Dimos una vuelta en el coche mientras hablábamos de cosas tristes y el sol se marchaba por el horizonte. Los últimos rayos se reflejaban en su cara y a través del parabrisas podía leerse el futuro. Las gotas de lluvia embarrada querían decirme algo. Ella también quería decirme algo, pero no se atrevía, y yo no me atrevía a preguntarle. Le di al agua del limpiaparabrisas y seguí conduciendo hasta un bar cercano, teníamos la boca seca y las manos húmedas.
Aparqué frente al bar y bajamos a tomar algo. Yo pedí una cerveza y ella un refresco de cola. ¿Qué clase de persona toma refrescos de cola?, ¿a qué estábamos jugando? Tanto azúcar no podía ser bueno. En su mirada brillaban los rayos de sol y las gotas embarradas del parabrisas. Cogía una aceituna y masticaba durante largo rato, como si de un cacho de solomillo se tratara; después jugaba con el hueso, como yo había jugado con su corazón. Dos minutos por aceituna mientras yo intentaba comunicarme con ella telepáticamente… no había manera. Dos minutos por hueso, lo chupaba y lo movía de un lado a otro de la boca. Me pareció sexy, y si la tristeza no hubiera estado inundando aquel bar, me habría puesto cachondo.
Chupaba el hueso y me miraba de reojo de vez en cuando. Yo la miraba todo el rato y de vez en cuando volteaba para otro lado. El sol se había ido, y con él toda esperanza.
—Sabes, echo de menos tener una pareja —dijo después de tirar un hueso.
—¿Una cualquiera?
—No, hombre, ya me entiendes —contestó riendo.
No la entendí, pero a mí también me pareció gracioso, así que reí con ella. Y entonces comprendí que debíamos alejarnos para siempre el uno del otro.
Al mes siguiente ella tenía otra pareja, otra cualquiera.