EL HOMBRE DEPRESIÓN

Había un tipo nuevo en el barrio: el hombre depresión. Le llamaremos así porque nadie en el barrio sabía su nombre, ni siquiera sabían si alguien lo sabía. No había indicios de que alguien pudiera saberlo, más que su médico de cabecera. Vestía con una sudadera de algodón violeta sin capucha que tenía dos renos estampados, pantalón que parecía cambiarse más a menudo y zapatillas deportivas. Debía de encantarle esa sudadera. Cabellos rizos desaliñados, de color claro tirando a pelirrojo, cuerpo encorvado como arrugado por la vida y cara de expresión única: tristeza. El hombre depresión era una bombilla apagada.

Solo salía a comprar y a fregar el portal cuando le tocaba. Era un hombre soltero y sin amigos. No tenía visitas y creo que ni siquiera iba de putas. Solo espero que fuera de putas. Era un hombre totalmente solitario, pero no un hombre solitario como yo, sino un tipo que está solo por algo, no por mero placer. Podía leerse todo eso a través de su sudadera de renos.

No se le veía muy dispuesto a mantener ningún tipo de conversación. Decir: “hola” era ya demasiado para él. Tenías que mirarlo fijamente y aun así a veces no obtenías respuesta. Nunca un gesto, un ademán de cambiar la expresión de su cara, una mirada a los ojos, nada. Un simple “hola” era lo máximo que ese hombre tenía para ofrecer.

Bajaba de casa con bolsas vacías y volvía con ellas llenas después de pasar por la tienda a hacer la compra. Me pregunto cómo compraría, ¿por gestos? ¿Enseñando el dinero y señalando con el dedo los productos? ¿Hablaría con la pollera? ¿Preguntaría quién era el último de la cola? 

El hombre depresión no tenía trabajo, tampoco aficiones. No parecía poder trabajar en su estado, pero lo de las aficiones le hubiera venido bien. No parecía tener ningún impedimento físico, aparte de la encorvadura de sus andares el hombre parecía mantener todas sus cualidades físicas: dos brazos y dos piernas, con dos manos y dos pies y veinte dedos. El problema era mental, era su cerebro el que le impedía sostener cualquier contacto laboral. No podría presentarse en el trabajo y decir “hola” y ponerse a trabajar como si nada, día sí y día también, y aunque pudiera hacerlo se le notaba en la mirada que no lo soportaría. No soportaría la presión de cruzar puertas en las que detrás hay cuerpos que se mueven y caras que te miran como esperando respuestas, como esperando que hagas algo. El hombre depresión no tenía ganas de hacer nada.

Por otra parte, tampoco podría ir a una entrevista de trabajo y cruzar la puerta, decir “hola” y sentarse allí como si nada, hablando con un hombre que le mira tras la mesa con cuerpo firme y cara inquisidora. Solo era uno, pero era el que más respuestas esperaba y el que quería más acciones y demostraciones: insoportable para él.

Ni siquiera podría ir a la cola del paro, llena de caras inexpresivas y cuerpos avanzando lentamente para cruzar una gran puerta donde detrás habría más cuerpos y más caras; descartado. Imagino que cobraría una pensión.

Fregaba el portal velozmente cada vez que le tocaba y cuando aparecía alguien ralentizaba el movimiento de la fregona. Movimiento que por otra parte no se le daba muy bien, fregaba encorvado y mirando al suelo, con la mirada perdida, fregando el mismo metro cuadrado durante todo el tiempo que estuvieras observándolo. Yo a veces abría el buzón y lo miraba de reojo mientras inspeccionaba el puñado de cartas que había dentro (yo abría el buzón una vez al mes, más o menos) y el hombre fregaba el mismo metro cuadrado de portal más de tres minutos. Encorvado y engarrotado, como si lo hubieran empalado con una barra de plomo y él hiciera esfuerzos para intentar doblarse y expulsarla por el trasero. Yo subía las escaleras diciéndole hasta luego con voz firme y mirándolo a los ojos. Él se intentaba desengarrotar, sin éxito, y a veces contestaba y a veces no. Imagino que cuando me hubiera ido cambiaría de zona de limpieza.

Yo al principio pensaba que era sordo, tuve que ver su sudadera de renos cuatro o cinco veces para darme cuenta de que no era así. La primera vez era Navidad y no le eché cuentas; cuando llegamos a marzo empecé a sospechar.

El hombre depresión era mi vecino del tercero. Llevaba unos meses instalado, el piso era de alquiler. Mis otros vecinos me habían parado alguna vez por la escalera, sobre todo un hombre mayor que había sido el presidente de la comunidad toda la vida, hasta que sus capacidades mentales comenzaron a verse reducidas para quedar finalmente mermadas casi por completo.

—Oye, oye, ¿has visto a ese del tersero?
—Hola, señor Jaime. Sí, creo que sé de quién me habla.
—¡Si! El nuevo, está loco el tío ese.

Me pareció un momento gracioso, un loco diciéndole a un loco que otro tipo estaba loco. El señor Jaime me sacó una sonrisa, algo raro en mí.

—¿Sí, verdad, señor Jaime? A mí también me lo parecía.
—Sí, sí, sí, ese tío no está bien, es mu raro, siempre va solo a to los laos y le dices hola y ni te contesta el tío.

Yo no podía borrar la sonrisa de mi cara mientras veía cómo el mermado cerebro del señor Jaime intentaba trabajar para sacar conclusiones lógicas y razonables. Eso sin duda debía fortalecer sus capacidades mentales para así no perder la cabeza del todo.

—Ya, si yo al principio pensaba que era sordo —le dije.
—Ese qué va a ser sordo, ese tío está como una cabra.

Entonces me agarró del brazo, con la lengua fuera miró hacia los lados para asegurarse de que no había nadie alrededor y tiró de mí hacia abajo.

—Yo creo que este tomaba drogas y cosas de esas y sa quedao pallá —dijo susurrándome al oído.

El señor Jaime hizo que pusiera a trabajar mi cerebro yo también para sacar mis propias conclusiones. Definitivamente no, el hombre depresión probablemente no había probado un cigarro ni una copa de wiski en su vida.

—Que va, señor Jaime, a este le dejó la mujer y se quedó con la casa y no lo pudo superar.

Me fui dejando al señor Jaime con las manos en la cintura y la lengua todavía fuera mirando el techo, planteándose la posibilidad de que hubiera habido alguna vez una mujer depresión. O quizá fuera una mujer alegre y entonces ese hombre sería un hombre alegre también. El hombre depresión quizá hubiera nacido después, con más de treinta años. Una segunda vida, chico, diferente, ¡aprovéchala!

Lo que estaba claro era que el hombre depresión no era padre. A mí no me gustaba llamarle loco, me limitaba a analizarlo, a intentar averiguar y conocerlo. No me gustaba eso de poner una etiqueta a alguien por ser diferente y llamarle loco y señalarlo con el dedo, apartarlo de la sociedad, o encerrarlo a base de pastillas. Cada persona es diferente y cada uno tiene sus locuras. Todo es locura, la vida es locura si lo piensas. Pero a mí me intrigaba la suya, era una locura curiosa, difícil de entender.

Solo él sabía el camino que había recorrido, si es que lo recordaba, pero lo cierto es que era un hombre joven, que rondaría los cuarenta años. ¿Qué puede llevar a un hombre a acabar en esas condiciones, a pasar a ser un cacho de carne con patas que no hace otra cosa que esperar la muerte? Aunque solo él sabía hasta qué punto quería que se acelerase el proceso.

Me fui pensando en el hombre depresión, la mariguana ayuda. Pude verlo en la boda de su hermana, allí con los brazos cruzados tapándose el pajarito. Quieto, esquivando miradas, rezando porque no le dijeran más que un “hola”. Lucía traje negro con camisa blanca y pajarita. Llevaba el pelo engominado hacia atrás y seguía manteniendo su expresión única. ¡Alégrate, chico! Es la boda de tu hermana. Aunque esto de la cabeza no es tan fácil, no le puedes decir a un hombre triste que se alegre, igual que no le puedes decir a un hombre tetrapléjico que intente andar. 

Ahora el hombre depresión estaba en la boda de su hermana también, en otro universo paralelo. Esta vez lucía su sudadera de renos violeta, con pantalón de chándal negro y zapatillas de deporte. Llevaba unos rizos alborotados y parecía moverse más, incluso parecía hacer intentos para cambiar la expresión de su cara. Estaba más cómodo, y era más lógico.

Si hubiera podido ayudarle lo hubiera hecho… aunque fuera hablando sobre nuestras historias; a mí también me hubiera ayudado para acabar de escribir esta mierda, pero precisamente lo que él no quería era ayuda ni hablar. Él quería aislarse en su mundo y no tener contacto con nada ni con nadie, pero no como puedo aislarme yo: ese hombre se aislaba de otra forma, no para disfrutar de su soledad, sino para sobrevivir. Estaba en otro punto, un punto intrigante a la par que trágico; yo dudo que exista una salida partiendo de ese punto.

Los años pasaron y el hombre depresión seguía allí, no había venido la policía a detenerlo y eso era buena señal, aunque tampoco había venido nadie a visitarlo, ni lo había visto nunca cerca de una mujer, eso era mala señal. Ni siquiera algún familiar o un repartidor de pizza. Muy mala señal.
Pero el hombre depresión seguía vivo, no parecía mejorar ni cambiar ningún hábito, aunque tampoco parecía empeorar. Se mantenía en un estado de stand-by, en reposo; quizá estaba hibernando como los osos o en letargo como los vampiros. Quizá fuera demasiado listo, un robot, un espía o un viajero del tiempo, ya no sabía qué pensar. Al menos ya lo había visto un par de veces con otra sudadera. Si era un espía, eso tenía sentido: estaba empezando a sospechar.

El señor Jaime tampoco parecía mejorar ni empeorar. Otro día en la escalera:

—¿Qué pasa?, ¿qué?, eh, ¿cómo va?
—Pues ahí vamos, tirando, ¿tú qué?, eh.
—Pues aquí, que está el barrio… ¡Buf! ¡Cómo está el barrio!
—¿Qué pasa en el barrio?
—¿No tas enterao? —El señor Jaime estaba todo el día paseando y era una gran fuente de información y propagación de noticias vecinales—. Que ayer mataron a uno ahí abajo, en la rambla.
—¿Qué me dice, señor Jaime? ¿Cómo?
—Pues le pegaron no sé cuántas puñalás, hay unos charcos de sangre ahí abajo… ¡Buf!
—Eso son los chavales esos, sudamericanos.
—Sí, sí, sí, las bandas de los sudacas estos de mierda.
—Bueno, bueno, señor Jaime, no se me sulfure usted —le dije riendo. El señor Jaime era un poco racista.
—No, no, si a mí no me hacen .

Entonces miró hacia los lados con la lengua fuera y me agarró el brazo para tirar de mí y acercarse a mi oído:

—A mí me ha dicho un amigo mío, que es policía, que si te vienen a hacer algo tú coges y le metes dos puñalás a uno y lo dejas detrás de un contenedor, llamas a la policía y aquí no ha pasao . Ellos vienen, lo recogen, y ajuste de cuentas.
—¿Eso le ha dicho su amigo?
—Sí, sí, o le das con un palo en la cabeza y lo dejas por ahí tirao. Ellos vienen, lo recogen, y listo. ¡Se los quitan de encima!
—Vale, vale, señor Jaime, está bien saberlo. Me voy que tengo prisa.

Al menos no me había hablado del hombre depresión. El señor Jaime estaba obcecado también en ese tipo, entre locos nos entendemos bien.

Nunca le llevaba la contraria al señor Jaime porque se desilusionaba, así que me limitaba a seguirle la corriente. El señor Jaime hacía años que desvariaba, pero su anatomía física se mantenía en buenas condiciones, igual que la del hombre depresión. ¿Por qué los que dicen que están locos suelen mantenerse en mejores condiciones físicas que los cuerdos? Los segundos suelen morir de cáncer o de un infarto.

Para el hombre depresión debía de ser una putada. Seguro que preferiría un infarto de miocardio que le dejara en el sitio. Llevaba años sin mostrar una sonrisa, sin recibir una visita, sin decir una frase entera y sin cambiarse la sudadera violeta de renos; la otra parecía que había vuelto al armario. Ya sabíamos al menos que no era un espía.

Cuando subías la escalera detrás de él y abría la puerta de su casa te echaba una mirada de reojo antes de encorvarse lo justo para que su cuerpo pudiera entrar; una vez cruzaba al umbral de su guarida cerraba la puerta, lentamente… lenta y siniestramente.

Entré a mi casa y pude ver la casa del hombre depresión por dentro, la cerveza ayuda. Un televisor antiguo era el máximo lujo que podía encontrarse en aquella vivienda. Cuatro cubiertos y platos de cristal verdes y marrones, un mantel de la abuela y un sofá de dos plazas con cojines y una manta. El hombre depresión a veces dormía ahí y a veces en su habitación. Una cama y una mesita de noche con bordados encima. Un reloj despertador y un marco de fotos. ¿Quién habría en la foto?, ¿la mujer depresión, quizá? En la nevera, lo justo para pasar la semana, ya que a él le gustaba salir a comprar a menudo para que le diera el aire: era su única afición.

El hombre depresión pasaba tardes enteras mirando por la ventana, pensando en que no tenía el valor suficiente para tirarse. Sentado en el sofá, con el televisor encendido, soltando alguna lágrima a veces, cuando los recuerdos se apoderaban de su ser.

Vivía controlando el agua que salía por el grifo y las luces que encendía. No tenía pijama, la sudadera de renos lo era todo para él. Quizá fuera un recuerdo, quizá ganara el mundial de pádel con esa sudadera y le hacía recordar el hombre alegre que una vez fue.

Pero no, no había sido campeón de nada. Hubo un día en que el hombre depresión tenía trabajo. Trabajaba en una oficina de correos o algo así. Ocho horas al día, con buen sueldo y buenas condiciones. Luego vinieron el divorcio y los largos periodos de baja por depresión. Dos años de baja en los que apenas salía de casa, siempre con la misma ropa y la misma cara, nada muy distinto a ahora. Vuelta al trabajo un par de meses sin poder asimilar bien la vuelta, como si fuera esa oficina lo que le enfermase, como si hubiese pasado por sus peores momentos estando allí, como si le hubiese robado la vida.

—Aguanta, aguanta, dos meses y vacaciones.

De vuelta al trabajo después de las vacaciones soportaría la presión un par de semanas a lo sumo antes de coger de nuevo la baja por depresión, entrando así en un bucle de retroalimentación negativa. Un hombre puede aguantar así en una buena empresa de cuatro a seis años. En una muy buena lo pueden ascender.

Fuera de la empresa se puede aguantar toda la vida, ¿o la vida era inaguantable? Ahora no tenía nada que hacer ni por lo que vivir. Allí en su guarida, viendo las horas correr, no había vida que pudiera ver pasar. El hombre depresión había muerto hacía mucho tiempo en aquella oficina de correos. La sudadera de renos seguía revelando la información que él mantenía tan en secreto.

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