—¿Sabes, James?, he desperdiciado mi vida entera.
—¿Por qué, Harry?
—Por miedo. El miedo te agarra de las pelotas y no te deja dar un paso sin pensar en las posibles consecuencias de que algo malo ocurra.
—No, me refería a que por qué dices eso.
—La cuenta, por favor.
Harry salió del bar con dieciséis cervezas encima, dirigiéndose hacia su casa a paso lento con las manos en los bolsillos y pateando piedrecitas. Tenía setenta y dos años y vivía solo en un pequeño apartamento a las afueras de Chicago. No tenía hijos y nunca se casó, no creía en el matrimonio. Tampoco creía en la gente que creía en el matrimonio, ni en Dios, ni en la Iglesia, ni en la educación, ni en las instituciones, ni en el trabajo duro, ni en el trabajo blando, ni en el trabajo a medias… en realidad no creía en nada, en nada que no hiciera a la gente tacharlo de loco.
Pero eso era algo que Harry tenía asumido desde su juventud. Siempre fue la oveja negra y siempre le dieron repelús las ovejas blancas. El pelaje de las ovejas blancas se acaba volviendo amarillo con el tiempo, su lana se encrespa y su piel se ablanda con la simple luz del sol. A Harry nunca le pasaría eso, su frágil corazón estaba oculto bajo una gran capa negra de dura piel.
Desde los dieciséis años había trabajado como peón de albañilería para compaginarlo con los estudios. Logró terminar la secundaria y después dejó de estudiar para acabar siendo oficial de tercera. Más tarde dejó la obra para hacer un curso de jardinero y consiguió un trabajo en el ayuntamiento de Missouri. Estuvo cuatro años hasta que lo despidieron por cortarle la oreja a un transeúnte con unas tijeras de podar y después de pasar un tiempo en la cárcel decidió probar suerte mudándose a Ohio y abriendo una floristería: fracasó y perdió todos sus ahorros. Tuvo que empezar otra vez de cero como violinista en el metro de Cincinnati.
Por aquel entonces Harry tenía treinta años y estaba inmerso en una profunda depresión, una depresión causada simplemente por tener los ojos abiertos y la mente débil. En el metro se ve la vida pasar, todas las vidas de todas las personas pasar, y eso es algo muy triste. A día de hoy la depresión continuaba, pero se habían hecho amigos. Harry y su depresión habían ido juntos cogidos de la mano siempre a todas partes y habían logrado forjar una cordial relación basada en la continuidad de la vida, por muy cruel que fuese o pudiera parecer.
El destino acabó llevándolo a Chicago, Illinois, donde vivía desde hacía quince años. Antes había pasado por otros nueve estados y fue en Kansas City donde descubrió su vocación de escritor. Allí publicaron sus primeros artículos y más tarde su primer y único libro: Las suelas de mis zapatos son mis pies.
Desde entonces no había dejado de escribir y gracias a las apuestas deportivas a veces llegaba a fin de mes. Hacia apuestas combinadas de fútbol, béisbol y baloncesto y escribía relatos, críticas deportivas y algunas novelas que nunca conseguía publicar.
La casa donde vivía era un cuchitril que un viejo amigo suyo le había dejado en herencia poco antes de morir. El hombre tenía necrosis en la cadera a causa del consumo excesivo de ketamina y cocaína y había hecho el testamento a sus cuarenta y ocho años al saber que probablemente no sobreviviría a la última operación. Eran tales las dosis de ketamina que consumía que ni siquiera le hacía efecto la anestesia y al final se lo cargaron por la alta dosis de morfina que le inyectaron para intentar operarlo. El médico no llegó siquiera a utilizar el bisturí. Gracias a la droga Harry tenía una casa, y gracias al alcohol las fuerzas para levantarse cada mañana: paradojas de la vida.
Tenía pequeños ingresos gracias a las apuestas, pero eran tan pequeños que sus vecinos tenían que echarle una mano ofreciéndole alimentos porque Harry prefería gastar su dinero en alcohol y en prostitutas. A medida que iban pasando los días su cara y su cuerpo se debilitaban reflejando una desnutrición severa y un color amarillento. Era un hombre noble, de buen corazón, y su antecesor también lo había sido, por lo que los vecinos le correspondían ayudándole en la medida de lo posible. Casi nunca nadie recibe lo que da, pero esta vez así era.
A Harry le gustaba beber y escribir y sobretodo escribir bebiendo. También le gustaba ir al bar y de putas. Iba a putas de la calle porque era más barato que acudir al prostíbulo y a causa de esto había contraído varias enfermedades de transmisión sexual en distintas ocasiones. Rara vez iba al bar porque era más barato beber en casa, pero un escritor necesita historias que contar y en un bar ocurren y se oyen muchas.
—¿Sabes, James?, el miedo puede impedirte avanzar, pero el odio puede hacer que avances en la dirección incorrecta.
—Tienes razón, Harry.
—Claro que tengo razón. Louie: otra ronda, ¿quieres?
Louie era el camarero.
Cuando Harry bebía en casa prefería wiski antes que cerveza y tequila antes que wiski, era por la relación subidón-precio, pero en el bar James pagaba las cervezas. Harry se aprovechaba de eso, aunque sin mala intención; no era su culpa, era culpa del alcohol. El alcohol también te coge de las pelotas, pero más fuerte que el miedo; el alcohol puede hacer que te explote alguna vena del testículo. A James no le importaba, disfrutaba de la compañía de Harry.
—La verdad es que casi siempre tienes razón, Harry, eres uno de los tipos más sabios que conozco.
—No debes de conocer a muchos.
—Bueno, no conozco a muchos sabios, no.
—Yo no soy ningún sabio, James, y tampoco me conoces. Pon otra copa, Louie.
Esta vez la pidió Harry. Eran capaces de beberse veinte o treinta cervezas de una sentada.
¿Sabes?, el otro día conocí a un tipo en el Richard’s —continuó James—. Comenzamos bebiendo unas cervezas, como estamos haciendo tú y yo ahora, y acabamos en su casa. Al llegar el tipo sacó una botella de wiski y empezamos a chupitos. Cuando quedaba un culín de la botella el tipo se sacó la polla y me miró arqueando las cejas mientras se la agarraba con una mano y sostenía el chupito con la otra. Yo al principio no me di cuenta, me disponía a brindar de nuevo, ya sabes, el tipo estaba muy pesado todo el rato con los brindis, cada vez que bebíamos un chupito el tipo chocaba su vaso contra el mío.
En fin, me dispuse a brindar de nuevo, pero antes de eso bajé la vista porque veía algo raro por el rabillo del ojo. ¡El cabrón la tenía fuera y estaba manoseándose! Fue realmente asqueroso. Al principio me quedé paralizado. Luego me levanté de golpe y di unos cuantos pasos hacia atrás hasta agarrarme a una silla del comedor. Pensé en estampársela en la cabeza, pero supongo que el miedo me impidió actuar, como dices tú, así que fui hacia la puerta y me marché corriendo de allí.
—Eso es maravilloso.
—¿Cómo?
—Bueno, quiero decir… ¿puedo escribir eso?
—Haz lo que te dé la gana, pero no uses mi nombre.
—De acuerdo. Pon la última, Louie.
Louie puso la última ronda. Harry se la bebió de un trago y se marchó con paso firme y decidido, respirando la brisa nocturna y moviendo los brazos al compás de sus rápidos andares, mirando las nubes correr a través de la luna y apreciando su belleza. Llegó a casa, echó tequila en un vaso, metió dentro una rodaja de limón reseca y se sentó al escritorio.
—Vamos a darle dramatismo al asunto, sí, eso es…
El tipo se levantó con la polla en la mano y Jameson abrió la boca, estupefacto, como si intentara hacer la “o” con un canuto. Entonces el tipo, que la tenía en erección, se la introdujo hasta la garganta. A Jameson le entró una arcada al tocar el miembro su campanilla; eso le hizo mover la boca en un acto reflejo y rasgarle la polla con los dientes; el tipo dio un salto a la vez que soltaba un gruñido, después retiró su polla sangrienta de la boca de Jameson y lo abofeteó. Este se quedó perplejo, paralizado, el miedo le impedía actuar…
De pronto llamaron al timbre.
—¡Mierda! ¡Joder! ¿Quién coño será a estas horas?
Eran las dos de la mañana y a la puerta llamaba una mujer: Nora, una vieja amiga de Harry que había estado enganchada al crack y que venía a visitarlo de vez en cuando.
—Siéntate, Nora, y tómate un tequila; en seguida estaré contigo.
—¿Estás escribiendo?
—Así es.
El tipo obligó a Jameson a limpiarle la sangre de la polla con la lengua mientras le propinaba golpes de puño y a Jameson le caían lágrimas de los ojos, luego rasgó unas sábanas y lo ató de pies y manos. Se sacó el calcetín del pie izquierdo, lo amordazó y lo llevó a su cuarto, arrastrándolo de los pelos. Era una fría habitación llena de mugre por todas partes. Ató a Jameson a la cama, de espaldas, y estuvo sodomizándolo toda la noche.
En los meses siguientes siguió violándolo a diario, hasta que la desnutrición de Jameson empezó a ser bastante severa y el tipo se follaba el esqueleto. Al final Jameson murió de hambre y el tipo siguió follándose el cadáver una semana. Después el cadáver comenzó a descomponerse y no le hizo falta cortarlo: iba arrancando cachitos que ponía a cocer para después comerse…
—¡Mierda! Otra vez me he ido por las ramas. No puedo escribir nada con un mínimo de cordura. ¡Joder!
Dejó la máquina de escribir y fue al sofá junto a Nora. Llenó el vaso de tequila, otra vez, y siguió conservando la misma rodaja de limón: era del día anterior, la había cogido de la papelera.
—¿Para mí no hay limón? —preguntó ella.
—Oh, no. No tenía más.
—¿Y por qué no me das ese? Sé un poco caballero.
—Está bien, aquí tienes—. Cambiaron las copas.
—¿Qué has escrito?
—Una locura, como siempre.
—¿Puedo leerlo?
—No.
—Como siempre, también.
Harry asintió mientras daba un trago.
—¿Cuándo podré volver a leer algo que hayas escrito? No he leído nada desde aquel libro que publicaron cuando vivías en Kansas.
—Aquel libro era una mierda.
—Fue el único que te publicaron.
—Lo sé. El mundo es una mierda también.
—A mí me gustó.
—Bueno, tú formas parte del mundo.
—¡Oye! No te pases —dijo mientras le daba una cachetada en el brazo.
—No te enfades, nena, todos somos mierda. Los dinosaurios murieron y sus fósiles formaron hidrocarburos que se convirtieron en partículas y estas en gusanos y bichos. Esos bichos crecieron y evolucionaron hasta convertirse en animales, de ahí hasta el mono y luego vinimos nosotros. Todos somos mierda de dinosaurio.
—Eres el filósofo más capullo que conozco —dijo agarrándole el brazo, cariñosamente.
—Otra igual, yo no soy filósofo.
Nora abrió la boca, sorprendida, formando una “o”. Harry pensó en atarla y sodomizarla, pero descartó la idea rápidamente.
—¿Otra igual? ¿Te has tirado a otra últimamente?
—No, no. Me refería a James.
—¿Te has tirado a James?
—No, yo no.
—¿Quién entonces?
—Nadie, déjalo.
Harry abrazó a Nora y la besó; palpó sus mejillas llenas de agujeros, tenía cráteres que se habían formado en su cara a causa del consumo excesivo de droga. Aun así era hermosa, pensó, su alma era hermosa, era una mujer guerrera y valiente, y eso da fuerza a los hombres. Cuando uno ha estado en lo más hondo desarrolla una sensibilidad especial y otra manera de ver el mundo, así que los dos se miraban con cierta ternura.
Se besaron e hicieron el amor, luego bebieron otra copa y Nora se marchó. Harry cogió su vaso con el limón reseco y lo volvió a llenar de tequila antes de sentarse de nuevo a la máquina de escribir. Encendió un cigarrillo.
Cuando solo quedaba la pierna derecha de Jameson su verdugo empezó a encontrarse mal, aun así siguió comiéndoselo. Su último bocado, el dedo menique, lo acompañó con un Don Perignon. Llevaba días preocupado porque la cisterna del váter no tragaba bien y se dedicó a buscar un fontanero. Tardó una semana en encontrar uno que le hiciera la faena por el presupuesto del que disponía. Para entonces el tipo estaba cagando sangre a diario y sufría de fuertes dolores estomacales y para colmo no podía salir de casa, porque no podía dar cuatro pasos sin irse por la pata abajo. Llamó a un médico, pero antes vino el fontanero.
—Buenos días, ¿señor Judastasio?
El tipo asintió, ni siquiera podía abrir la boca del dolor que tenía.
—Bien, ¿dónde está el problema?
Señaló la puerta del lavabo, aunque en realidad el problema no estaba ahí. Hizo gestos al fontanero señalando también el sofá para indicarle que se quedaría ahí esperándolo. Entonces llamaron de nuevo al timbre, era el médico.
—Buenos días, ¿señor…?
Judastasio asintió y fue directo a tumbarse en el sofá. El médico dejó su maletín en el suelo y sacó un auscultador del bolsillo de la chaqueta. Le pidió que se levantara la camisa y lo colocó en su pecho.
El médico empezó a cambiar la cara, de asombro a perplejidad, después a confusión, incredulidad y pánico. Luego quitó el auscultador del pecho de Judastasio y de sus oídos y movió la cabeza de un lado a otro, rápidamente, haciendo un extraño sonido con la boca, como queriendo expulsar algún demonio de dentro de su ser, pero no era él quien tenía demonios. Colocó de nuevo el aparato en el pecho del tipo.
—¿Se encuentra usted bien? Es como si tuviera una orquesta de corazones dentro de su ser.
El tipo miraba al médico con cara de pocos amigos.
—Según esto debería estar muerto.
Eso no lo consoló demasiado.
El doctor se descolgó el auscultador y puso la mano en el pecho de Judastasio, la quitó rápidamente y dio unos pasos hacia atrás, luego agarró su maleta y se fue corriendo.
—¡Tiene usted un demonio dentro! ¡Debería estar muerto! —gritó antes de irse.
Judastasio sacó su último aliento de fuerza para dirigirse al lavabo, realmente notó que estaba muriendo, muriendo por el culo… concretamente. Se levantó del sofá y dio dos pasos antes de hacérselo encima. Llegó como pudo al lavabo notando algo que le incendiaba los cojones. Empezaron a escocerle las piernas y a retorcérsele el capullo, era como una broca metida en un taladro. Consiguió a duras penas abrir la puerta del lavabo, y allí no había nadie. El fontanero no estaba, había desaparecido.
Se acercó un poco más al váter y se bajó los pantalones: pudo ver a un hombrecillo colgado de su huevo izquierdo, y le estaba pegando mordiscos. Otros dos hombrecillos le retorcían el miembro, que estaba cogiendo forma de regaliz, y otros cuantos bajaban por sus piernas clavando las uñas en sus muslos y desgarrándolos. Notó inmediatamente por donde estaban saliendo. Se arrodilló ante el váter, llorando, y otro hombrecillo salió de dentro y se le enganchó en la pestaña; otro saltó del mueble y le sacó un ojo haciendo palanca con un bastoncillo de los oídos a la vez que otros le agarraban de los pelos para meterle la cabeza en el inodoro mientras uno daba saltitos en el botón de la cisterna. Otros hombrecillos acuáticos intentaban que su cuerpo entrara por el estrecho desagüe tirándole de la barba con la ayuda de los que estaban despiezándolo a bocados desde dentro de sus tripas para reducir su tamaño. Fue una muerte lenta y dolorosa. Fin.
—¡Menuda puta mierdaaa! —Harry rompió los folios, se puso en pie, pegó una patada a la máquina de escribir, tirándola al suelo, acabó el tequila de un trago y se marchó de casa.
—No puedo escribir nada decente, no sirvo para nada, hasta un crío de seis años podría escribir mejor que yo.
Harry iba andando por la avenida y por primera vez en veinte años una lágrima se deslizó por su mejilla, era el dolor del fracaso. Anduvo varios kilómetros hasta tirarse de un puente, cerca de Aurora.
No era un puente de mucha altura, estuvo agonizando en el suelo media hora con las tripas rotas hasta que alguien lo escuchó y llamó a emergencias. Cuando llegaron los chicos de la ambulancia solo pudieron certificar su muerte. Fue una muerte lenta y dolorosa.
Tras su fallecimiento se publicaron seis de sus libros, entre ellos uno de relatos que incluía a Judastasio: Nora recompuso los papeles rotos.