COMO AMAN LAS MUJERES

Yo era un ser de lo más miserable. Era un inconformista miserable. Un inconformista miserable, paranoico y calculador, mala combinación. Era un maníaco inconformista, miserable, paranoico y calculador, peor combinación. Así era yo. Mi vida era un caos, un desorden desde el momento de mi gestación —no—, desde el momento en que mis progenitores se conocieron hasta el fin de mis tiempos, allí donde mis huesos se conviertan en fósiles antes de ser tragados por la tierra para fusionarme con ella, será caótico, pronóstico asegurado teniendo en cuenta mis antecedentes; lo tengo asumido.

Toda la vida me he autodestruido, he destruido a la gente de mi alrededor y he dejado que la gente de mi alrededor me destruya. Destrucción total.

Era como algún tipo de medicina que mi mente necesitaba; si todo estaba en paz en mí sentía indiferencia por la vida. Mi diversión nacía en el caos y se alimentaba de la perversión y la confusión… mi diversión y también mi energía. Si todo iba bien me inventaba algo para que cambiaran las cosas, para que siguiera fluyendo la energía.

Amo a una mujer, o a varias, o a todas, no lo tengo claro. El caso es que amo a una especialmente, todo lo bien que sé amar; pero no es suficiente, lo noto, lo nota, y no sé por qué el mayor amor que haya sentido jamás por nadie es insuficiente, para mí y para ella. No puedo soportarlo, ¿acaso no sé yo amar? ¿Eso es todo lo que puede dar de sí este triste y atormentado corazón? La respuesta es sí: lo sé, lo sabe. De hecho, ya había llegado demasiado lejos y me estaba cansando de tener que demostrar tales evidencias. La amaba, pero era mi enemiga y estaba muy claro.

Ella era la diosa de cabello rizado que quería rajarme el pecho y extraer mi bombeante y triste corazón para tirarlo al suelo y pisotearlo con zapato de tacón de aguja y que dejara por siempre de latir, reflejando ella en su rostro una maléfica sonrisa de bruja entre las sombras de la noche. Yo lo sabía, ella no. Tenía que ir con cuidado, no podía permitir que perpetuara su crimen. Mi corazón era mío y solo mío, y habría podido ser suyo para siempre si no estuviera maquinando constantemente arrancármelo del pecho.

En realidad, no era así. Hay dos maneras de ver las cosas: cuando ella está a tu lado y cuando no. Cuando no está comprendes cómo aman las mujeres. Las mujeres aman como yo la amo a ella, pero sin pensar en la apertura en canal.

Las mujeres aman de verdad, alocadamente. Pueden dejarlo todo de un día para otro y apostar todo por ti, y tú, sin embargo, no pones ni un cinco por ciento de tus fichas al bote para ver la última carta. Te retiras. Te aburre. Te aburre la vida y te come la desidia porque “va todo bien”. Entonces necesitas un escape. Necesitas unas cuantas copas y jugar a la ruleta y pegarte unos bailes y jugar al blackjack y volver poco antes de que salga el sol oliendo a perfume de mujer.

Entras en casa, tratando de no hacer ruido, pero te chocas con todos esos muebles que no deberían estar ahí; finalmente abres la puerta de la habitación y ves unos rizos dorados en la almohada y ese cuerpecito sobre la cama… tu cama. Es mía y la amo, es la mujer más bella que jamás ha existido, todas esas fulanas del casino no eran más que unas frescas con el alma perdida. Mi niña no, mi niña es pura y tiene el corazón de hierro. Y así me tumbaba en la cama y me quedaba horas acariciándola y contemplando su belleza mientras pensaba en cuánto amaba a esa mujer. Y ya no querría abrirme en canal hasta pasados unos días. La amaba locamente, como aman las mujeres, como me ama ella.

Me ama, qué más da el resto. Lo demás son paranoias de mi perturbada mente. Soy consciente, solo que a veces se me olvida. La abrazo y finalmente caigo rendido en el sueño más placentero que pueda tener un hombre. Al despertar ella está llena de energía y positividad (como siempre) y yo estoy luchando por mantener los dos ojos abiertos sin que me duela la cabeza, al borde de la depresión (como siempre, también) con la más inmunda de las resacas y sin ganas de hacer nada en las próximas setenta y dos horas. Ella lo entiende, el pasado, pasado está. No podíamos volver atrás a la noche del casino y haber evitado que me fuera, ahora ya había ido y había vuelto y estaba destrozado física y anímicamente, y ella estaba allí para cuidarme, en el presente, que es el único tiempo que existe.

Ella es dueña de todo, ella lo es todo, conoce bien cómo es el tiempo: es también su dueña. No me reprochaba cosas del pasado ni insinuaba nada del futuro, solo me miraba con esos grandes ojos color miel llenos de amor y esa sonrisa que me transmitía un: “estoy aquí, bobo, porque te amo, como amamos las mujeres”.

Me tapaba con la manta y me traía agua y zumos, que era lo único que podía llevarme al estómago. Me abrazaba y me cuidaba y estaba conmigo y era como volver al lecho materno. El mayor acto de amor que existe.

Pero hay dos formas de ver las cosas, y cuando ella está a tu lado no te das cuenta. Luego te arrepientes y maldices tu existencia y tu cobardía y lloras a oscuras en la penumbra de tu hogar, sin derramar nunca una lágrima. Un llanto más profundo, te llora el alma, te llora el corazón. Estás en un estado de shock constante y tus ojos no pueden derramar una sola gota, con la mirada perdida han perdido también la expresión. Miras las nubes moverse a través de tu ventana porque el mundo exterior es demasiado violento y aterrador para un blandengue como tú.

Tú, que estás ahí agazapado, entristecido por una mujer, ¡Sal y enfréntate al mundo y búscate otra más guapa y más joven!

Los intentos forzados siempre eran en vano. Había mujeres más jóvenes, pero nunca más guapas. Nunca andaban como ella, nunca miraban igual. Dos o tres caras de asco eran suficientes para que volviera a la penumbra de mi habitación a mirar la pared que había al fondo de una foto suya. Mis ojos perdidos se perdían en ella y yo no me encontraba, y lo que es peor, yo no la encontraba, y eso que vivía en mi misma calle, arriba del todo; éramos vecinos de toda la vida.

Ella solía pasear firme por el barrio con sus andares de chula, aunque en realidad era una mujer muy sensible y chiquita, pero era como un gato. Mostraba su fiereza y su firmeza y sacaba las uñas para reafirmar que allí estaba. ¡Y vaya si estaba! Siempre al natural, sin maquillaje, así estaba más guapa. Con una blusa o un chándal y a veces en zapatillas, con una tijera clavada en el moño y mirando siempre al frente. No le gustaba arreglarse para andar por el barrio, decía que allí no tenía que gustarle a nadie, a nadie excepto a mí ¿Cómo no iba a amarla?

Ahora no había rastro de sus andares, no había rastro de la tijera clavada en aquel moño, no había rastro de sus brillantes ojos miel a la luz del sol, ¡cómo brillaban esos ojos a la luz del sol!

Está en casa, no quiere salir. Afirma querer morir o ser tragada por la tierra. Ahora, por primera vez, sentimos lo mismo. ¿Cómo puedo ser tan miserable? Ella sufre, yo sufro. Yo no quiero sufrir y no quiero que ella sufra. Sin embargo, los dos sufrimos.

La vida es sufrimiento, el sufrimiento es vida. Cuando sufres te das cuenta de lo dura y bonita y cruel y hermosa que es la vida en realidad. El sufrimiento ralentiza el tiempo dándote más vida y te hace saber más de tu existencia y apreciar las grandes cosas, grandes cosas que son pequeñas e imperceptibles en nuestra vida cotidiana. Así que todo marchaba bien, estábamos llenos de vida.

Llenos de vida y cada uno por su lado. No me acababa de complacer la idea, no tenía a nadie que me chillara, me lanzara jarrones a la cabeza o me lavara los calzoncillos. No tenía con quien pasar mis largas noches ni nadie que escuchara mis disparatadas historias de borracho. No podía rozar su pelo, no descansaba sobre mi almohada, y ese cuerpecito menudo y explosivo no dormía entre mis sábanas; pero ellas, sabias de la esencia que esa gran mujer desprendía, decidieron conservar el aroma de su fragancia corporal uno o dos años después de que se fuera… el mismo tiempo que tardé en lavarlas.

Ella no era como esas mujeres que te quieren destruir: puede que lo haga, pero siempre sin intención; tampoco era de esas mujeres que hacen que te autodestruyas con acusaciones, victimismo o pequeños y grandes episodios de locura transitoria; simplemente era de esas mujeres que vivía y dejaba vivir. Vivía y sentía y amaba realmente la vida. Es decir, sabía que era una mierda y todo eso y aun así la amaba. Una mujer fuerte y valiente, sí señor, una mujer digna de admiración. Había pasado por cosas realmente duras, cosas que habrían marcado a cualquier persona, y a pesar de ello tenía una valentía, una madurez y un saber estar implacables. Quizá fuera debido a eso, a haber pasado por todos esos duros episodios; o quizá no. De cualquier manera, si esto fuera una manada de leones ella sería la que cazaría: yo esperaría agazapado, detrás de un arbusto, a que me diera mi ración de pata de cebra. Gracias, mi leona.

El tiempo pasaba, yo bebía más de lo habitual y todas las mujeres eran feas. Todas las mujeres del planeta, incluso las que antes habían sido guapas, ahora eran extremadamente feas, insípidas y desagradables. Transmitían menos sexualidad que un cacho de pechuga de pollo crudo; era irremediable. Mi leona, la reina de la sabana, la única mujer guapa del mundo, ¿por qué me has abandonado? ¿Por qué has dejado que te abandone? Porque no puedo estar contigo, porque no puedo estar sin ti, porque no puedo estar, porque no puedo ser, he ahí la cuestión.

Ella es joven y me ama y yo soy joven y me siento viejo y la amo, y amo un poco como aman los viejos. Me falta chispa: amo como un anciano que está en el hospital esperando a irse al otro barrio; un amor frío, fraternal, oscuro, apagado, eterno, mágico a su manera, único, acogedor, un amor de los de verdad; un amor cargado de tristeza, un amor que siempre sonaba a despedida, a maletas y a taxis, a humo en la ventana, a chirrido del raíl causado por el vagón del último tren en la estación del desconsuelo, a hielo en la copa y a tacones alejándose por el callejón del olvido.

Era amor, de cualquier manera, y como cualquier amor de verdad sería eterno. Cuando la tierra se fertilice con mis restos y nazca de ella la vida, cuando caiga la última flor de cada otoño y mientras vuelven a nacer las flores nuevas en primavera y después de que hayan nacido, la seguiré amando. ¿Y ella a mí? Bueno, lo cierto es que ella a mí no, así son las cosas. Ella lo tenía claro, yo por suerte también. Adiós falsas ilusiones, adiós pantalón de chándal gris, adiós tijera atravesada en el moño con aires de chulería y adiós preciosos ojos color miel. Nunca he sentido el impulso de besar unos ojos hasta que vi los suyos. La abeja reina caería de un plumazo al contemplar tal belleza y ella sería la nueva reina. La reina de la sabana y de la colmena, y de algún que otro nido, hormiguero y madriguera. Ya había tratado con algunas alimañas, conmigo sin ir más lejos.

Yo ahora le escribía cartas, largas cartas que no supe nunca si llegó a leer. Jamás contestó a ninguna. Cuando una mujer se marcha se lleva todo con ella, se lleva sus cosas y tu alma, su ropa, sus zapatos, su maquillaje y tus fuerzas; tu sonrisa y tus ganas de vivir. Te dejan vacío de espíritu, en la cuneta, y se marchan para no volver. Y si vuelven, cuidado, nunca vuelven con buenas intenciones. Mejor que no vuelvan, ¿o sí? Vuelve por favor.

No volvió, no quería joderme, en ninguno de los dos sentidos. Yo quería joderla solo en uno, pero la jodería en los dos sin darme cuenta, ella lo sabía, yo también, por eso no volvió. Y se quedó sola en casa primero y después volvió a salir a comprar al mercado con su chándal y con su tijera clavada en el moño, porque no tenía que gustarle a nadie del barrio, ahora ni siquiera a mí. Y yo la miraba mientras caminaba decidida con dos bolsas en cada mano, que debían pesar un quintal, y ella las llevaba con sus pequeños bracitos tensos y las venas marcadas. Caminaba tambaleándose por momentos, hacia los lados, debido al peso. Y ella, sin quejarse, sin alzar la mirada y sin mirar a ningún hombre, ni siquiera a mí. Y si me miraba alguna vez lo hacía como al resto de los hombres, de reojo y con desconfianza, sin ninguna expresión en la cara y haciendo notar que si fuera a mostrar alguna expresión sería de asco, pero no lo hacía por pena. Todos le dábamos pena, y asco, pero yo especialmente.

Yo, sin embargo, la miraba mientras por mi mente pasaban explosiones de recuerdos de amor y total confusión. Tremenda elegancia la suya, y qué manera de entregarme su amor, y qué cobardía la mía, y qué forma de arrancarle el corazón del pecho y pisarlo.

Soy un maníaco confuso, inconformista, miserable, cobarde, paranoico y calculador, y ella es la leona, reina de la sabana y de la colmena, de los nidos, hormigueros, madrigueras, barrizales, estanques, bosques, ríos y mares.

Me dejaba mirarla unos segundos alguna vez cada cierto tiempo y tenía que conformarme con eso. Cada vez que la veía desbarataba todos mis planes y siempre me dejaba con la duda de cuándo la volvería a ver. Ella era mi medicina y aunque no fuera mía, el verla caminar alimentaba la fuerza de mi corazón. No podía tocarla ni acercarme siquiera; pero el mero hecho de contemplar su belleza me daba la fuerza para afrontar la vida de nuevo. Y pensar que un día fue tuya… gilipollas, gilipollas, gilipollas. Gilipollas si la llamas otra vez.