NO COJAS EL CARRITO, CHICO

Se masturbaba mirando fotos de su cara y eso era lo más parecido al amor que conocía. Quince veces se había marchado Melody por la puerta, por las diferentes puertas de las diferentes casas: quince puñales en el corazón, quince muertes, dieciséis vidas nuevas.

Se había ido… Melody se había ido otra vez. La amaba, volvió a jurarse que la amaba, pero no podía soportar esa vida, esa vida de distracciones llena de estímulos y trivialidades.

No soportaba ir al supermercado, llenar un carrito y dar vueltas buscando productos envenenados que siempre tardaba en encontrar y por los que siempre pagaba de más. Se cruzaba con otras parejas infelices, ansiosas de libertad, pero que estaban atrapadas igual que él en la prisión de la comodidad, de lo convencional.

Cruzaba miradas de cordero con el resto de los hombres, todos atrapados: “cásate, ten un niño y una niña, a poder ser rubios, compra un monovolumen y llévalos al colegio, al pediatra, al dentista, a fútbol… y no te olvides de pagar las facturas, comprar pañales y juguetes, pintar la casa y volver a ese mismo supermercado dos veces al mes. No viajes, no investigues, no sientas, no progreses, estáncate en la comodidad. No seas feliz, haz lo que se supone que te tiene que hacer feliz, como todo el mundo hace”. ¡Y una mierda! Eso no iba con él, él podía ver la energía flotar.
No soportaba los centros comerciales, no soportaba las rutinas, ni vivir en un mundo lleno de distracciones encerrado en un cuerpo material dotado con unos sentidos primitivos. Pensaba que algo se le escapaba, que la vida no era eso, que había algo más. No soportaba las situaciones cotidianas, los atascos, a los conductores…

Se ponía furioso cada día al volante y grandes olas de energía se marchaban de su cuerpo. Era consciente de ello, pero no podía evitarlo, la ciudad estaba acabando con él. Luego volvía a casa y la situación no mejoraba, después de todo el día fuera no podía tomarse su tiempo y leer un poco o escribir, tenía que cenar y estar con ella un rato viendo la estúpida televisión —odiaba la televisión—.

Durante la relación sentía que la rutina le estaba matando, si es que no lo había matado ya: se sentía irascible e irritable y no se molestaba en disimularlo, pero ahora que Melody no estaba, lo iba matando la tristeza y la desolación, y no podía disimularlo tampoco. ¿Habría nacido muerto? Ya no leía, ni escribía, solo se tumbaba en la cama a ver la televisión. Ahora odiaba leer, no podía concentrarse y no era capaz de pasar dos páginas.

No soportaba estar sujetando la rueda de la vida como un peón más para que los de arriba siguiesen rodando en ella, perdiéndose así la diversión del interior de la rueda, del exterior de la jaula y de fuera del laboratorio. ¡No! De ninguna manera. Quería vivir, quería sentir y descubrir, quería avanzar y evolucionar. “Lo siento Melody, siempre te querré, pero en el supermercado no está lo que busco”.

Y es que sentía que las relaciones monógamas mataban el espíritu, pensaba que era antinatural, ningún animal se comportaba así. ¿Por qué reprimir tus instintos? ¿Por qué no hacer lo que quieres cuando quieres sin necesidad de pedir permiso o perdón a otra persona?, sexo aparte. La gente dice que es por respeto hacia alguien que quieres y que así es el amor; él no opinaba así. Él, que estaba en busca del amor verdadero sabía que el amor consistía no en amar a una persona, sino a todas, y no en enfadarse por la libertad de uno de esos individuos a los que amas, sino en alegrarse. La sociedad lo había empujado a pensar como pensaba y a ser como era y eso no le gustaba.

Recordaba un experimento que se le quedó grabado: metían en una jaula a un grupo de monos y unas escaleras. Arriba, al alcance del último peldaño, un racimo de plátanos. Cuando los monos subían a la escalera y estaban a punto de alcanzar el racimo del techo de la jaula salían chorros de agua de lluvia muy fría, los monos se empapaban y dejaban el racimo donde estaba, se causaba un gran revuelo en la jaula y se alborotaba el grupo, enfadándose unos con otros. Al cabo del tiempo los monos más veteranos intentaban persuadir a quien quisiera subir y agredían a quien se atreviese, hasta llegar al punto en que a ningún mono se le ocurría subir a por el racimo. Pasadas generaciones, cuando ya no quedaba ninguno de los primeros monos que había visto el agua caer, curiosamente seguían sin subir, y si a alguno se le pasaba por la cabeza la idea de poner un pie en el primer escalón de la escalera, corría el serio peligro de ser agredido por sus camaradas. Pues bien, este pequeño mono iba a acabar calado hasta los huesos y con varias magulladuras, era su destino. El dolor y la desolación se esfumarían y solo quedaría la paz.

La energía se iba con Melody en casa, ella se la robaba, le robaba el tiempo. Él era un ser confuso, distraído y programado desde el nacimiento, ¡ni siquiera se conocía! No sabía por qué estaba vivo ni cuál era su misión en el mundo, pero pretendía averiguarlo y no podía perder el tiempo con las distracciones de la vida cotidiana. Tenía que ir a trabajar para no morirse de hambre, pero nada más, si le apetecía llegar del trabajo y ponerse a leer durante horas hasta dormir para luego volver al trabajo, ¿por qué no hacerlo? Y si le apetecía irse a la montaña solo a respirar aire fresco, más de lo mismo. ¿Por qué no tirarse un mes sin comida en la nevera y sin lavar la ropa hasta el punto de no tener calzoncillos para ponerse si estás inmerso en mágicos descubrimientos y tu alma es feliz? ¿Qué importan los calzoncillos? ¿Qué importan las trivialidades de la vida cuando tu alma siente que tiene una misión?

Se conocían desde hacía tiempo, se conocían bien. Lo habían dejado varias veces y habían vuelto. Esta vez lo hicieron fácil, sin lloros, sin enfados, todo era sonrisas y rapidez, se lo dijo un día y al siguiente ya tenía todo preparado en bolsas para llevarse. Los dos sabían lo que estaba pasando, él estaba demasiado desconectado de este mundo y excesivamente conectado a otros como para continuar yendo al supermercado; no podía soportarlo y ella lo sabía, y lo que era más importante, lo entendía. Y lo quería, y él la quería a ella, pero la vida es así, o te acomodas y te sientas bajo un techo donde no te llueve, pagando las facturas y controlando que no falte nada en la nevera con viajes al supermercado, o te la juegas a dormir en el banco de un parque, a sufrir y a llegar hasta lo más profundo de tus entrañas, a conocerte y a saber quién eres y por qué estás aquí. No estás aquí para eso, chico, no estás aquí para llevar un carrito. 

Hubo un tiempo en que quería intentarlo e incluso deseó convertirse en un hombre corriente para dejar de sufrir, para dejar de pensar, para que su alma callara. Quería trabajar para pagar las facturas y formar una familia, quería una estabilidad económica, laboral y física, quería un monovolumen espacioso para llevar a su hijo a fútbol. Pensó que así se vería mejorada su estabilidad emocional… se equivocó.

Al principio la bestia está más tranquila, se acomoda, le gusta que la acaricien y sentirse querida y comprendida. Poco a poco la bestia encuentra limitaciones y restricciones, obstáculos en su vida personal y cotidiana que le van robando pedazos de su alma, va siendo menos bestia y más humano, más cómodo, más estúpido. Va guardando y acumulando sentimientos de odio y tristeza hasta que un día explota y se convierte en un suicida o en un psicópata. No, definitivamente ese no es el camino del amor, no es el camino a la paz y la estabilidad emocional. Era mejor estar triste que enfadado con el mundo y consigo mismo por pertenecer a él. Es mejor tomarte tu tiempo, buscarte y encontrarte. Es mejor sufrir un poco que la comodidad. Es mejor sufrir hoy para vivir mañana que no vivir nunca.

La amaba, se juró otra vez que la amaba, pero estaba confundido, no se podía amar en su estado. Su alma lloraba dentro de su pecho, dentro de una prisión que su mente había creado para controlarla, para silenciarla. Es imposible vivir así, el alma sufre, llora y revolotea, y jamás se puede alcanzar la felicidad con el alma triste: es falsa felicidad, felicidad enmascarada, comodidad disfrazada de felicidad. La felicidad es algo más que eso, y su alma lo sabía, ahora solo le quedaba mostrárselo.

Por lo pronto notaba un fuerte alivio, se notaba más en paz, menos sucio, ya no había lucha de fuerzas en su interior. Estaba triste, la quería, la echaba de menos, pero mejor así. Camuflado en la trampa de la rueda no se puede evolucionar, había llegado a un punto en que tenía que salirse. Ese hámster tenía que salir del laboratorio, no conocía el mundo, pobre. Tenía que salir primero de la jaula, luego escabullirse de sus captores hasta llegar a la puerta, luego tenía que abrirla y finalmente vería la luz del sol. Sabía que existía, los ratones viejos hablaban de la luz del sol, lo habían dejado escrito en las paredes de antiguas jaulas. No sabía cómo abriría la puerta al final del camino, pero sabía que lo haría, ya imaginaba el momento. Aunque confundía imaginación con recuerdos, ya había abierto esa puerta antes.

Las imágenes del mundo exterior que pasaban por su mente lo cargaban de energía, la vida era ahora de colores, el gris de la jaula se teñía de arcoíris. El poder de la mente sacaba al sujeto de la jaula y liberaba sus hombros del peso de la rueda, de otra manera sus neuronas se mermarían y su alma se esfumaría de su cuerpo para dejar la carne sometida a una vida de esclavitud. Había que sacrificar varias cosas para renunciar a la esclavitud, y lo sabía, cosas maravillosas, jugosas e increíbles, placeres de la vida, cosas que había perseguido desde que tenía uso de razón. Prácticamente tenía que renunciar a sus sueños, pero ahora ya no tenía los mismos sueños que antes, ya no era el mismo, ahora era otro ratón con sueños nuevos, sueños opuestos a los de antaño, sueños que nunca imaginó tener. Había que renunciar al agua y al queso y jugársela por los senderos del resbaladizo entorno. Afuera el agua era de colores y el queso era infinito y el más sabroso.

Tenía todo su tiempo para él y para sus estudios, para su introspección, para leer y escribir y para meditar, y lo más importante, no tenía que ir al supermercado si no quería; aunque no podía estudiar, ni leer, ni escribir, ni meditar, solo podía pensar, pensar en ella, no podía librarse de la obsesión de su recuerdo. A veces daría todo lo que tenía por volver a coger aquel carrito una sola vez. 

Los pensamientos desencadenaban la ansiedad y la ansiedad causaba miedo, pero no es igual el miedo que siente la psique que el miedo que siente el alma. El miedo que siente la psique es un miedo falso que se hace notorio en un preciso instante, o en muchos precisos instantes. El miedo del alma; sin embargo, es imperceptible en primera instancia, pero acaba matando, de ahí viene el dicho, creo: estoy muerto de miedo.

Sabía que la cabeza le engañaría y no podía permitírselo, debía estar preparado. El hombre conformista y programado para la comodidad saldría a flote de un momento a otro, pero no debía escucharlo, lo había intentado por todos los medios y con las únicas mujeres que había querido de verdad, pero nunca había sabido amar, alguien se había encargado de que no supiera. Muchos sentimientos bonitos pero muchos negativos dentro de él en cada relación humana, eso implicaba una guerra de fuerzas que se libraba en su propio cuerpo perturbando la paz en su interior; el premio era él y el campo de batalla también, él era todo.

Las fuerzas negativas querían que se acomodara y cogiera el carrito de la compra y las positivas querían que explotase su potencial, le decían que tenía un potencial. Con esa lucha de fuerzas no se podía vivir eternamente, al final siempre hay que tomar una decisión. Hay quien no la toma y acaba cortándose las venas o tirándose de un puente, o su alma acaba por escapar de su cuerpo. No tenía más ayuda que la de sí mismo y no podía contarle al médico que escuchaba voces en su cabeza: le diagnosticarían esquizofrenia y silenciarían la voz de su alma a base de medicación.

Hubo un día en que estaba dispuesto a darlo todo, pero lo cierto es que no tenía nada, solo una llama que se iría apagando con el paso de los años. Ahora el fuego volvería a arder dentro de él, y probablemente hasta quemarle las paredes torácicas y sacar humo por las orejas. Ese era su destino, su alma había hablado.