Analizar su propia mente es lo peor que puede hacer un loco. Él lo sabía y por eso intentaba analizar la mente de los demás y nunca la suya. Aunque era difícil, no siempre lo conseguía y muchas veces acababa sucumbiendo a las grandes torturas de la introspección y el diálogo interno. No podía evitarlo, era como si su mente y él fuesen por separado, como si su espíritu fuera prisionero de ella. Como si tuviera dos mentes, un demonio en cada hombro.
Quizá no estuviera tan loco como pensaba, quizá fuera el resto del mundo el que estaba loco; de todas maneras, la vida se le hacía insoportable. La vida existe solo dentro de la mente y hay mentes que no soportan la vida, la suya era una de ellas.
Intentó hacer memoria y recordar en qué momento su mente y él tomaron caminos separados. Creía recordar que fue en una etapa de su vida en la que estuvo abusando de las drogas de diseño. Entró en un bucle, una espiral de vicio y drogadicción. Empezó consumiendo en fiestas y raves los fines de semana y pronto se convirtió en un hábito diario.
Las últimas veces que había consumido había sido entre semana y encerrado en su habitación. La psicosis se apoderó de él. Tenía pesadillas recurrentes incluso estando despierto, parálisis del sueño en las que un desconocido le asfixiaba sin que él pudiera hacer nada y alucinaciones demasiado reales para ser solo alucinaciones. Le costaba distinguir entre los sueños y la realidad, el día y la noche, o el bien y el mal. Debió de ser en aquella época, pensó, ¿o fue antes?
Sí, definitivamente fue antes. Años atrás hubo una época en la que mantuvo un consumo excesivo de cannabis. Ahora recordaba ir en el metro en su adolescencia y sentir impulsos de empujar a la gente a la vía a la vez que se alejaba del andén para analizar los cerebros de los transeúntes:
—¿Querrá tirarme este señor? No. ¿Y esta señora? No. ¿Tal vez el joven? No, tampoco.
De todas maneras, siempre se apartaba, por si acaso. Será que era su cerebro el que le estaba analizando a él.
Luego venían los pensamientos cruzados:
—¿Y si tiro yo a este?, ¿o si tiro a este otro que está tan cerca de la vía? Solo un empujoncito y…
Entonces se le aceleraba el pulso y su mente empezaba a menear las cartas de una amplia baraja de posibilidades en las que solo puede salir una carta, la de no hacer nada y quedarte como estás. ¿No?
Cuando se sacó el carné de conducir los impulsos se trasladaron a la carretera:
—¿Y si atropello a este hombre? ¿O tal vez al ciclista? ¿Y si doy un volantazo y me estrello contra ese muro?
Nunca dio el paso, por suerte.
Le costaba mantener una conversación. Cuando alguien le hablaba oía dos voces, la del sujeto en cuestión y la de dentro de su cabeza:
—No le hagas caso, te está mintiendo, dale un puñetazo y vete, déjalo aquí hablando solo, atropella a una anciana y vete a casa a tomarte un té caliente.
Era incontrolable.
Incluso cuando él hablaba con alguien escuchaba dos voces, la suya y la de su cerebro:
—No le mientas, clávale la navaja y vete, déjalo aquí escuchando el aire, no le interesa lo que dices, atropella a un perrito y vete al bar a tomar una cerveza.
Totalmente incontrolable.
Era duro porque aunque estuviera contando una historia real su mente le decía que eso era falso, aun habiéndolo vivido, y su cara empezaba a cambiar y él a dudar de su propia historia, y de su propia existencia, incluso. Y pensaba:
—¿Se lo estará creyendo? ¿Creerá que es mentira? —Era probable, porque tenía dudas hasta él.
Aun así no evitaba las conversaciones, ni a la gente. Le gustaba analizar cerebros y luchar contra su mente. Llevaban años librando una dura guerra que se había mantenido en tablas hasta ese momento. La guerra acabaría el día de su muerte. Había ganado todas las batallas y las seguía ganando, pero siempre estaría a un paso de perder la guerra.
Solo analizaba a los desconocidos. Le intrigaba lo que podría pasar por sus mentes, por sus perversas y enfermas mentes: quizá todos estuviesen locos.
Normalmente le bastaban cinco o diez minutos para conocer a una persona, por eso no analizaba a sus conocidos, los tenía calados, creía saber incluso cómo y cuando iban a actuar. No le hacía falta hablar con las personas para analizarlas: observaba su mirada, sus gestos, y se fijaba en sus reacciones; creía saber así lo que pasaba dentro de sus cabezas con un mínimo margen de error. Al hablar con ellas todo cambiaba, ya tenía dos versiones, la suya y la de su cabeza.
—Está loco. No le gustas. No te gusta. No me gusta. Te está mintiendo. No le creas. Es un asesino. Violaba ovejitas, de pequeño. Es un ser espacial. Es policía. Miéntele. No le mientas. ¿Por qué le mientes? Vete.
Su cerebro había intentado quitarle la vida en varias ocasiones:
—¿Me tiro al metro? ¿Me corto las venas? ¿Me tiro del ático? ¿Me tiro a una puta? Mejor. Buen intento, cerebro.
Había conseguido sobrevivir treinta y seis años, de los cuales más de la mitad había sido consciente de haber estado haciendo tan solo eso, sobrevivir. Siguió recordando…
Vagos recuerdos más allá de la adolescencia poblaron su mente. Pudo verse de pequeño en el pueblo, en casa de sus abuelos. Corría por la casa con una gran sonrisa jugando con su abuela. Pudo verse en el jardín, con su abuelo columpiándole en un columpio que había construido él mismo, con sus propias manos. Eran recuerdos felices, los únicos que tenía. Pudo verse en el monte, en el río y en la montaña, rodeado de plantas, árboles, agua y aire fresco. De pronto le vinieron a la mente imágenes de sádicos recuerdos y se le borró la sonrisa de la cara. Se vio prendiendo fuego a los nidos de los pájaros, apaleando patos hasta la muerte con barras de pan duro, o apuñalando ranas con navajas oxidadas.
Se quedó en shock, su mente le estaba jugando una mala pasada. No sabía bien como había llegado hasta ese punto, había intentado borrar esos recuerdos de su mente y lo había conseguido hasta ese momento, pero eran recuerdos que siempre habían estado ahí, en la sombra, esperando. Dedujo que probablemente hubiera nacido así, con esos impulsos asesinos y suicidas. Lágrimas saladas empezaron a deslizarse por su rostro.
Decidió dejar de pensar, le estaba haciendo daño. Tomó su medicación y salió a la calle a tomar el aire.
Afuera hacía buen día, un día hermoso, soleado y con un viento que movía las hojas de los árboles. Escuchó el canto de los pájaros y volvieron a su mente las imágenes de nidos ardiendo. Intentó deshacerse de ellas, pero era difícil. Jamás se lo perdonaría, pensó. Le escocían los ojos y los tenía un tanto irritados, la luz del sol le molestaba. Soltó alguna lágrima más de camino al quiosco. Iba a comprar el periódico.
Había visto al quiosquero en más de cien ocasiones, pero no sabía cómo era, no se imaginaba lo que haría en su vida privada. Siempre que iba al quiosco saludaba y pedía un periódico y el quiosquero respondía al saludo y decía un “aquí tiene” y después un “gracias”.
Nunca habían intercambiado más de dos o tres frases cada uno y siempre habían sido las mismas. Esta vez decidió tomárselo con calma. Llegó, saludó y comenzó a hojear revistas. Hacía un día realmente hermoso, pensó.
—¿Qué precio tiene esta? —Era una revista de caza.
—Cuatro con cincuenta.
Cuatro con cincuenta. No era una información que dijese mucho. Se quedó mirándolo a la cara, con el labio inferior hacia fuera.
— ¿Te gusta cazar, eh mamón? Te gusta matar animalitos.
Pasaba páginas de la revista y volvía a echarle una ojeada al quiosquero. El quiosquero se subía las gafas.
—No, no tienes pinta. Tienes pinta de marica.
Llegó a una página en la que salían patos. No podía derrumbarse ahora, los patos le ablandaban el corazón. Dejó esa revista y cogió otra, esta vez pornográfica.
—¿Y esta? Menudas jamelgas, eh.
—Si, ya ve. Esa vale tres con noventa y nueve.
Se quedó mirándolo de nuevo, esta vez torciendo la cabeza.
—No, no eres marica. Tienes mujer, o tenías. Y estás amargado por tener que estar aquí todo el día en el quiosco para pagarle la pensión. O si la tienes la cosa os va muy mal. No tienes cara de tener hijos. Y si los tienes diría que no son ingenieros y que están con tu exmujer.
Luego echó una hojeada a la revista mientras seguía mirando al quiosquero, de vez en cuando, de soslayo.
—Eres la peor rata que existe, seguro. Tienes secretos oscuros bien guardados, ¿eh, cabrón? Te gustan las viejecitas, por eso te abandonó tu mujer. Te follabas a las viejas y las sodomizabas. Maldito asqueroso, vergüenza me daría. Mira que yo he hecho cosas horribles, pero tú, tú eres lo peor, pareciendo inofensivo, metido ahí en tu caseta de papel. Maldito gerontófilo, marica, asesino de animales.
Dejó la revista porno en su sitio y se acercó al quiosquero.
—Un periódico, por favor.
—Aquí tiene.
—Gracias.
—Hasta luego, gracias.
Decidió ir a la plaza a leer el periódico. Se sentó en un banco.
Abrió el periódico: había gente que materializaba sus actos, él nunca lo haría, tenía buen corazón, el problema estaba en la mente, su perversa mente que le jugaba malas pasadas.
Las páginas del diario estaban llenas de crímenes: asesinatos, violaciones y guerras que dejaban paso a la sección de deportes en las últimas páginas. El deporte era como un desvío de atención, si tu equipo favorito ganaba todo iba bien.
Las palomas comían en el centro de la plaza migas de pan duro que alguna anciana había esparcido por el suelo. Miró para otro lado, el pan duro y las alas de las palomas batiendo eran algo insoportable para él. Las hojas marrones de los árboles estaban empezando a caer para dejar paso a nuevas hojas verdes, el ciclo de la vida. Algo muere y algo nace, y para que algo nazca, algo debe morir. El sonido estridente del canto de los pájaros se metió de nuevo en su cabeza. Pudo ver un nido ardiendo con huevos dentro mientras una urraca revoloteaba en torno a él. Impidiendo el ciclo de la vida, impidiendo que algo nazca. Pudo ver patos sanguinolentos con el cuello roto yaciendo en el suelo de un jardín rodeado de plumas, y pudo ver ranas cortadas por la mitad, moviéndose después de muertas por impulsos producidos por sus sistemas nerviosos. Ayudando al ciclo de la muerte, haciendo que algo muera.
Levantó la vista del periódico. La gente caminaba de un lado para otro sin rumbo fijo aparente. Los niños jugaban felices por los recovecos de la plaza mientras sus padres charlaban sobre lo maravillosa que era la vida. Algunos ancianos estaban sentados en los bancos, unos hablando entre sí sobre lo jodida que era la vida y otros leyendo el periódico, igual que él, confirmando lo cruel que puede ser la vida. Se fijó en el banco que estaba a su derecha, una pareja de jóvenes enamorados se procesaban su amor, acaramelados.
—Qué falso es el amor —pensó—, que falso es todo. El amor puede convertirse en odio tan rápido como caen las hojas de los árboles. Incluso puede convertirse en muerte.
Alguna gente del periódico había matado a la que anteriormente era su pareja:
—Ella no le quiere, lo abandonará. Él tampoco la quiere, solo está dejándose llevar por sus instintos más primarios, pero sufrirá cuando ella lo abandone, creerá que no puede soportarlo, que su vida no tiene sentido. Realmente ahora tampoco lo tiene, pero todavía no lo sabe.
Un desasosiego repentino se apoderó de él y se levantó del banco. Iría a comprar el pan y de nuevo a casa. Hacía mucho tiempo que no iba al bar, allí había mucha gente y no podía soportarlo. Más de dos eran mucha gente para él. Andando por la calle le entraba una especie de agorafobia, notaba como millones de ojos observaban y analizaban sus movimientos, esperando el mínimo error. Caminaba con desconfianza y vigilando siempre sus espaldas.
Entró en la panadería y pidió su habitual barra de pan de un cuarto. La panadera se lo dio y él se quedó mirándola con los ojos entrecerrados. La panadera inclinó la cabeza.
— Te gusta el sexo duro, eh, zorrita. Te gusta que te aten y te azoten y te la metan por detrás. Que te metan las bragas en la boca para que no puedas chillar.
La panadera frunció ahora el ceño, pareció leerle algún pensamiento.
—Quería unos cruasantitos, también —dijo señalando con el dedo a través del cristal.
—¿Cuántos querías? —dijo la panadera mientras cogía las pinzas y una bolsa con la otra mano.
—Ponme ocho o diez.
La panadera puso diez cruasanes en la bolsa y los pesó.
—¿Desea algo más, caballero?
“Deseo que te vengas conmigo para follarte duro yo también, como hacen los demás”, pensó.
—No, ya está. Muchas gracias —dijo.
—Serán cuatro con cincuenta.
Le vino un flash repentino. Cuatro con cincuenta, se acordó del quiosquero. Maldita rata gerontófila. Sin duda la panadera era mejor persona, solo le gustaba el sexo duro, y no había nada malo en eso. Se echó la mano al bolsillo para rebuscar monedas. Habían entrado dos ancianas y un joven y se estaba formando cola. Finalmente sacó un billete de cinco, se lo dio a la panadera, esperó el cambio y se marchó.
Salió de la panadería y miró hacia los lados, luego se dirigió hacia su casa con la cabeza gacha y la mirada alta, agarrando con firmeza la barra de pan, como si quisieran robársela. Siempre era una opción, había mucha gente pasando hambre, el periódico se lo había advertido.
Se cruzó al llegar a su calle con lo que le pareció un tipo chungo. ¿Querría robarle el pan? No tenía pensado cambiar de acera, su portal estaba en esa y, además, no dejaría que nadie le robase: defendería esa barra con la vida si fuera preciso, era el pan o la vida. Por suerte solo hubo un intercambio de miradas incómodas con el extraño individuo.
Al cruzar la puerta de su casa se sintió mejor, ya no podrían robarle el pan.