UN TIPO CUALQUIERA

George era un tipo huraño y solitario de treinta y ocho años. Vivía solo en una casa con jardín a las afueras de Austin. Nunca se casó y no tenía hijos, no porque no hubiese querido, sino porque nunca se dio la ocasión; él creía que era estéril. Tenía razones para pensarlo, lo cierto es que no había gastado mucho dinero en condones; últimamente casi siempre se lo hacía con prostitutas y siempre los ponían ellas. Él no recordaba haber comprado más de cuatro o cinco cajas en toda su vida y había tenido varias parejas y una vida sexual altamente promiscua. Se habría acostado hasta el momento con decenas de mujeres, ¡qué digo, decenas! Cientos, y quizá mil, si contamos las prostitutas; qué digo mil, miles, ¡o decenas de miles!

George tenía que acostarse con al menos una mujer al día, y digo al menos, porque buscaba siempre más y más. Buscaba una mujer diferente para cada ocasión. La buscaba; pero no la encontraba: eso estaba muy lejos de sus posibilidades. Otros días no encontraba ninguna, ya fuese por falta de suerte o de dinero; entonces, sentía la imperiosa necesidad de masturbarse compulsivamente, aunque cabe decir que cuando encontraba una o varias mujeres se masturbaba de todas formas. Tenía la necesidad de eyacular ocho o diez veces al día como mínimo, acababa con las manos arrugadas de tanto machacársela, como quien acaba de salir de la piscina. ¡Dios! Qué desgaste de energía, no me extraña que George fuese un tipo afable y tranquilo, toda la fuerza y la rabia se le iban por el miembro. Lo que es seguro es que ninguna de sus amantes tuvo queja jamás.

Le gustaban las mujeres altas, bajas, chinas, rusas, delgadas, gordas, rubias, pelirrojas, locas, negras, borrachas, jardineras, panaderas, fiesteras, simpáticas, bordes, sensibles, tranquilas, nerviosas, guapas, feas… todo para él tenía un concepto sexual, todo tenía su punto, pero decía que las que más le gustaban eran las feas; es decir, las que a todo el mundo le parecían feas: mujeres con dientes separados, narices respingonas, cicatrices o frentes de un palmo; para él eran hermosas. Las más bellas obras de arte sobre la faz de la tierra, con sus imperfecciones que las hacían perfectas, le provocaban un morbo y una excitación difícil de explicar. Otros dirán que es por el grado de accesibilidad y por el realismo de las opciones que conllevarían al coito, allá cada uno con sus teorías.

Pero eso era solo lo que él decía. En realidad, las que más le gustaban eran las niñas. Hacía muchos años que George se sentía atraído por niñas, no demasiado pequeñas, pero niñas al fin de al cabo. Le gustaban las niñas de dieciséis, diecisiete o dieciocho años, puede que alguna de quince y alguna excepción habría de catorce, pero nunca más pequeñas, o tal vez sí; y siempre más grandes. Le gustaban también maduritas, pero no demasiado maduritas, cuarenta o cincuenta, puede que alguna de sesenta y alguna excepción habría de setenta, pero tal vez también más mayores; no obstante, George nunca habría intentado nada con ninguna menor de edad y tenía asumido que esa sería una fantasía incumplida siempre. Le jodía más lo de las viejas porque lo intentaba y siempre le daban calabazas.

Se podría decir que George era un enfermo sexual. Nunca había ido al médico ni se lo habían diagnosticado jamás, tampoco se lo había confesado a nadie, pero no hacía falta, él lo sabía, lo llevaba dentro, lo llevaba con él a todas partes: al trabajo, al bar, a comprar el pan, al taller mecánico, a casa de su novia…

Sí, George tenía novia por esas fechas, una chiquilla llamada Gisele algo más joven que él. La conoció en la feria tres años atrás un día que estaba borracho y después de muchos encuentros esporádicos ella le dio a elegir entre empezar una relación o dejar de verse, se estaba empezando a pillar por él, le decía. George no pensó ni un segundo en dejar de verla, así que simplemente dijo que sí, se dejó llevar como había hecho toda la vida, se dejó arrastrar a los infiernos; aun así, mantenía cierta distancia, no vivían juntos y se veían dos o tres veces por semana. Así que así estaba, con un trabajo estable, una novia, un perro y una casa, aquello que siempre tanto odió. Tenía todo lo que podía querer un hombre; pero no un hombre como él.

La casa la estaba pagando con su trabajo de soldador, le quedaban quince años de hipoteca.

—Dios, quince años, seguro que me moriré antes de pagarla —solía comentar en las tertulias del bar.

Trabajaba desde los dieciséis años: empezó de ayudante en el taller de un amigo de su padre y de un tiempo a esta parte era oficial de primera, y de los mejores de Austin. Tenía un buen sueldo, con el que podría vivir una familia perfectamente dándose algún caprichito incluso; pero George las pasaba putas, nunca mejor dicho, para llegar a fin de mes. Debía dinero al banco y a numerosas personas y entidades y estaba en la lista de morosos, se le iba todo el sueldo en alcohol, juego y prostitución. El juego y el alcohol eran secundarios, como un colchón de lana para no caer en el duro cemento de la prostitución. También le servía de tapadera.

George tenía un mapamundi en la pared de su habitación lleno de chinchetas de colores clavadas por un montón de países, estos representaban las nacionalidades de las mujeres con las que se había acostado. Las chinchetas marrones simbolizaban sexo anal. Estaba obsesionado con que tenía que clavar al menos una chincheta en cada país antes de morir, le aterraba la idea de morir sin hacerlo. Le aterraba más la idea de morir sin hacerlo que la idea de morir en sí.

Estados Unidos no existía en el mapa, en su lugar había un agujero por el que se veía la pared. George al principio quiso clavar una chincheta en cada estado, luego en cada condado, en cada ciudad, en cada pueblo… al final los Estados Unidos se rajaron y se destrozaron hasta desintegrarse por completo, también una parte del sur de Canadá. Eso a George le martirizaba, le quitaba el sueño; quería más a ese mapamundi que a la gente de su familia; si hubiese un incendio en cualquier momento lo primero que sacaría de esa casa sería el mapamundi y probablemente lo único. Ahora ponía solo una chincheta por país y con sumo cuidado.

Pero lo que más le atormentaba era lo que pasaba por su mente, las fantasías sin cumplir eran peores que los países sin tachar. Las oportunidades perdidas, esas nunca vuelven. Los lugares sin hacerlo, las posturas sin probar, las mujeres sin tocar, las niñas… No quería pensar en las niñas. ¿Tendría todas aquellas fantasías por intentar saciar el vacío de las niñas?, se preguntaba a sí mismo. Si era así no lo conseguía, ni lo conseguiría jamás. Aquellas bellezas angelicales de piel suave y cuerpos lisos y caras perfectas, aquellas muñecas intocables, aquel pecado infernal —sentía que ardería en el infierno si miraba a una de esas niñitas más de tres segundos seguidos—, tenía que conformarse con una instantánea en su recuerdo que iría desvaneciéndose, poco a poco. Su único consuelo era la masturbación y ponerle a su novia la cara de esas niñas:

—No estoy haciendo daño a nadie; pero estoy enfermo, —se decía a sí mismo, a veces—. ¿Y quién no lo está?, a unos les gusta el dulce y a otros les gusta el salado; a unos el mar y a otros la montaña; unos no comen carne ni nada derivado de animales, otros no comen verduras. Hay hombres a quienes les gustan otros hombres, y algunas mujeres se sienten atraídas por otras mujeres; no falta el pastor al que le gusta su cabra. A mí me gustan las niñas, no es tan raro.

Ya no lo veía tan anormal; pero lo seguía viendo malo. Eso era algo que lo atormentaba, que lo perseguía a donde quiera que fuese: al baño, al supermercado, al estanco, al puticlub… sobre todo al puticlub: siempre se buscaba la más jovencita de todo el local. En la mayoría de los clubs a los que iba ya lo conocían y las muchachas de dieciocho y veinte años ya sabían que tenían la noche hecha cuando lo veían aparecer por la puerta. A veces se llevaba a más de una arriba, a la habitación. George había llegado a gastarse el sueldo entero de un mes en una sola noche: una noche de lujuria y desenfreno en un cuarteto con tres jóvenes mujeres entre champán y burbujas.

Su mayor tormento se llamaba Mindy, era la hija de un buen amigo suyo y también su vecina de enfrente, por lo que tenía que verla casi todos los días, muy a su pesar. La había visto crecer, pero Mindy tenía ahora diecisiete años y era la protagonista del ochenta por ciento de sus fantasías. Hacía un tiempo que George se sentía atraído por ella —George, el cabrón de George, aquel depravado de instintos incontrolables—; pero George seguía soldando, yéndose al cine con Gisele, al bar con sus amigos y seguía viendo a Mindy volver del colegio con su mochila y se le seguía empalmando y seguía rondándole la idea del suicidio por la mente. Pero nunca lo había intentado, ni tenía pensado hacerlo.

—Para matar a un hombre hay que tener cojones, pero para matarte a ti mismo hace falta algo más —solía decir. George no era feliz y dudaba que pudiera serlo algún día, simplemente dejaba que la vida pasara mientras le salían canas, se le caía el pelo y le crecían las orejas.

Algunas veces había tenido tentaciones de irse de viaje sexual a Tailandia o a algún país así un tanto al margen de la ley; pero en seguida se le había inundado el corazón de tristeza e incluso se le caían las lágrimas por tener esos pensamientos. Nunca jamás de los jamases lo hubiera hecho, además, ya tenía una chincheta clavada en Tailandia. Simplemente George era un hombre que le daba mucho al coco y que poseía una gran imaginación; tampoco había buscado ni adquirido nunca material pornográfico de esa índole, se conformaba con los videos de jovencitas de dieciocho años que pululaban por la red. Para él todo esto era una debilidad, nunca mejor dicho, porque le debilitaba el alma.

Solía subirse algunas veces a la azotea de un edificio de setenta y cinco metros de altura, en Austin, con la idea de suicidarse, pero sabiendo que no tendría valor. Se bebía allí dos botellas de cerveza y se fumaba medio paquete de cigarrillos mirando al vacío y pensando, pensando en por qué le gustaban las niñas, en por qué no podía controlar sus instintos más primarios; al menos, pensó, controlaba sus impulsos. Pero se daba asco a sí mismo, no podía quitarse de la cabeza la idea en ningún momento del día, solo lo conseguía en intervalos muy pequeños de tiempo e incluso durmiendo soñaba con lo mismo a menudo.

Soñaba que era un depravado, un degenerado, que no valía para nada, que era un bicho raro en la sociedad, que merecía la muerte, que todo el mundo lo repudiaba y lo miraba con horror, que lo encarcelaban y lo castigaban, que le pegaban y le perseguían, o que se reían de él. Curiosamente nunca había tenido un sueño erótico. Cuando se miraba en el espejo se repugnaba y cuando hablaba con la gente sentía que sabían su secreto: su cara empezaba a cambiar y no sabía dónde meterse. Se habría tirado de aquella azotea si hubiese tenido el valor suficiente, pero George era un cobarde. La simple idea de dejar este mundo le producía vértigo; no obstante, estos rituales le devolvían al mundo real.

Un buen día George estaba paseando a Lord, su perro. Era un pastor alemán de nueve años, muy obediente. El tiempo no había pasado en balde para el animal y andaba con las patas de atrás algo arqueadas, tenía cataratas y ya no levantaba la pata para mear. Lord era el mejor amigo de George y el único que sabía su secreto.

Al volver de su paseo con Lord, la vio. Ella iba caminando delante de él, con su mochila del colegio, contoneándose de izquierda a derecha:
—Moviendo ese culo perfecto, liso, suave y redondo —pensó George. Se le marcaban las bragas: podían verse a través del pantalón las líneas de sus bragas ciñéndose a su perfecto culo—. Nunca me había fijado en sus bragas —pensó—, debe tener la regla.

Siguió andando detrás de ella, acelerando el paso cada vez más. Mindy parecía no darse cuenta y continuaba hacia su casa.

—Ya es una mujer, ya está lista para procrear, la naturaleza es sabia y así lo quiere —insistía George.
Lord estaba muy bien enseñado:
—Lord, habla —le dijo al perro, y el perro ladró. Mindy se giró y los vio a los dos, detrás de ella.
—¡Oh!, Lord, bonito, qué mayor estás ya, pobrecito. ¿Cuántos años tiene, George?
—Diez.

Mindy se agachó para acariciar a Lord y George pudo observarla sin desazón más de tres segundos seguidos —los mejores segundos de su vida—, pensó. Vestía un pantalón corto de color verde y una camiseta blanca que dejaba ver su barriga y el piercing rosado de su ombligo, un diamante en bruto para él.

Se la estaba comiendo con la mirada, ella acariciaba al perro y él miraba su canalillo. A George le trastornaban los pechos pequeños. No le gustaban las mujeres con tetas grandes y culos grandes y amplias caderas, prefería las mujeres chiquititas con tetas que le cupiesen en la mano, y para él las de Mindy eran perfectas. Estaba empezando a tener una erección. Ella seguía agachada, acariciando al perro, y él seguía observándola, desnudándola mentalmente: el animal se dejaba acariciar gustoso.

—Me acuerdo de cuando era un cachorrito.
—Yo me acuerdo de cuando tú eras pequeña, también, como si fuese ayer.
La niña se levantó y siguió acariciando a Lord durante unos segundos, luego se dio la vuelta y se metió en su casa.
—Adiós, George.
—Adiós, Mindy.

George entró en casa, empalmado: la sangre le bombeaba en el aparato reproductor más que en cualquier otra parte del cuerpo; ni siquiera le quitó la correa al perro, la tiró al suelo y se metió en el baño. No tardó más de un minuto de reloj, lo tenía en la punta: salpicó con un gran chorro la pared del cuarto de baño —era un chorro incontrolable—, hacía mucho tiempo que no se corría así. Fue mejor que el sexo, en cierto modo. Fue mejor que el sexo en todos los modos posibles, habidos y por haber. Luego limpió la pared con el pijama de su novia, salió del baño, le quitó la correa y el collar a Lord, se abrió una cerveza y se sentó en el sofá. Cogió el teléfono.

—Este es el contestador de Gisele Barnet, en estos momentos no puedo atenderle, deje su mensaje y le llamaré en cuanto pueda, gracias.
—Cariño, llámame, te echo de menos —dijo George, y siguió dando vueltas por la casa, bebiendo cervezas y masturbándose compulsivamente en el baño, en el dormitorio, en la cocina…

Hasta que a media tarde sonó el teléfono. Era Gisele:

—George, ¿qué pasa?
—Gisele, amor, ¿qué haces?, ven a verme.
—¿Qué mosca te ha picado?, sabes que estoy trabajando.
—Ven a verme cuando salgas, te invitaré a cenar.
—Está bien, George, ¿pero pasa algo?
—No, no, solo que me apetece, te quiero mucho.
—Está bien, luego nos vemos. Yo también te quiero.

Y colgó, y colgaron. Y Gisele siguió trabajando y George siguió masturbándose y bebiendo cervezas.

Gisele trabajaba de comercial e iba a comisión por lo que nunca bajaba de doce horas su jornada laboral, incluso los sábados. Eso a George le venía bien para sus aventuras, pero ahora la echaba de menos. Echaba de menos sus labios, sus piernas, su culo, su lengua… Gisele estaba enamorada de George, pero sabía que George no estaba enamorado de ella. Gisele lo asumía y convivía con ello llevándolo bastante bien, mucho mejor que George, quien también sabía la verdad: sabía que Gisele estaba enamorada de él y que ella era consciente de que él no le correspondía. Se sentía mal también por eso, se sentía mal por todo.

A las 20:30 apareció Gisele y George abrió la puerta. Él había preparado la cena y puesto la mesa en medio del salón con un mantel limpio. Había dos velas rojas y una botella de vino; en medio, una olla de macarrones con tomate y dos platos vacíos.

—Pensaba que saldríamos a cenar fuera —dijo ella.
—No, mejor en casa, putita mía.
George se acercó y le cogió fuertemente un pecho a Gisele mientras le palpaba el coño con la otra mano.
—¡Oh, George! —decía ella.

La cogió del vestido y la arrastró hacia la habitación; una vez allí le rompió el vestido y la sentó encima de la cama cogiéndola del pelo.

—Primero te vas a comer esto —le dijo, y se sacó la polla para ponérsela en los labios. Ella la agarró y se la metió en la boca, y pasó su lengua por el capullo una y otra vez mientras lo miraba lascivamente. Él parecía que iba a reventar, pocas veces lo había visto tan excitado. Le dio la vuelta y la tiró en la cama de espaldas. Se chupó los dedos y se los metió en el culo: ella se retorcía de placer.

—Te voy a follar el culo, zorrita mía.

Ella gemía y se agarraba a las sábanas, fuertemente. George se la introdujo, ella clavó las uñas en la cama. Él empujó más fuerte y embestía, una y otra vez, una vez tras otra. Gisele empezó a chillar como si la estuviesen matando.

—Te gusta eh, zorra, di que te gusta.
—Sí, me gusta, no pares.
—Toma, putita mía, toma…

George embestía desenfrenadamente y notaba que le crecía la polla por momentos: tenía el capullo ardiendo.

—Me voy a correr en tu boca, zorra, te lo vas a tragar todo.
—Sí, dame tu leche, George —decía ella. George la sacó y Gisele rápidamente se dio la vuelta y se la metió en la boca. George se corrió en su boca y en su cara mientras la cogía del pelo. Luego le escupió en la cara, le soltó el pelo con brusquedad y se fumó un cigarro mientras ella iba al baño a lavarse.

Después vino la cena, fue una velada romántica. Eso era todo lo que George se podía esmerar en cuanto a romanticismo se refiere: un par de velas, una botella de vino y una olla de macarrones… para él era demasiado. No era un gran chef, solo se defendía en la cocina con el nivel justo para no morirse de hambre. A pesar de todo George trataba a Gisele como una reina; fuera de la cama. Aunque no estuviese enamorado, la cuidaba y protegía y le hacía la pesadilla de estar con él lo más llevadera posible.

Cenaron, bebieron, rieron y charlaron un poco. Gisele le contaba sus problemas a George y él no los veía tan importantes, siempre le quitaba hierro al asunto (para él no lo tenía) y buscaba soluciones varias, a cada cual peor. Gisele no se sentía apoyada por George y le daba rabia estar enamorada de semejante insensible.

Después volvieron a la cama:

—Te gusta, puta, eh.
—Sí, oh, más.
—Toma, zorra, toma, mójalo todo.
—Sí, oh, me corro, Georgeee…
—Abre la boca, puta.
—Oh.

Luego entraron a la ducha, y rieron y se ducharon, y a George se le puso dura otra vez y nuevamente lo hicieron en la ducha, y el agua estaba congelada y de repente quemaba, y de repente congelada otra vez. Ambos sudaban y se les engarrotaban las piernas en el reducido espacio de la bañera, y cambiaban de postura y seguían dándole.

—Te gusta, puta, eh.
—Sí, sí —y todo eso, y seguían sudando y no conseguían regular la temperatura del agua de la ducha: el termostato estaba roto. Al final salieron y acabaron en el salón, sin secarse siquiera. El agua pronto se convirtió en sudor y sus cuerpos se fundieron con las gotas de agua. Luego bebieron otro poco e hicieron el amor un par de veces más. Sí, el amor: para George eso era amor, dejarse llevar libremente, sin contemplaciones… amor a la vida.

Más tarde, a las doce de la noche, Gisele se quería ir. George no estaba de acuerdo y le insistía en que se quedara a dormir. Gisele decía que no, que tenía que pasar por casa a recoger los productos para vender al día siguiente.

—Está bien, pero vamos a echar el último.
—No, George, ya está bien, me escuece el chirri.
—Venga, uno rapidito.

George se acercó y la cogió de lo que quedaba de vestido, arrastrándola hacia la habitación.

—Que no, te he dicho que ya está bien, estás enfermo —dijo ella. George cambió la expresión de su cara, cogió a Gisele del pelo y la tiró al suelo, de espaldas—. Ahora vas a ver lo que es un enfermo de verdad —dijo. Se tiró al suelo con ella, se bajó los pantalones, le apartó las bragas y se la metió—. Toma, zorra, toma —decía mientras le pegaba en el coño con la otra mano. Ella no decía nada, miraba al suelo haciendo pequeños ruiditos mientras se retorcía intentando cerrar las piernas—. Toma zorra, ¿te duele el coño ahora?, cacho puta.
—Sí… —dijo.
—Pues te va a doler más, zorra, para que te acuerdes de mí.
—Oh, Georgeee…
— Te voy a manchar las bragas para que me lleves contigo.
—¡Oh!, ¡ohhh!
—Me gusta cuando te resistes.
—¡Ohhh, me corro!

Ella se retorcía del gusto y él embestía con furia: casi le daba rabia que ella sintiera placer. Se corrieron a la vez, él en sus bragas, y se levantaron del suelo.

—Me duele la pierna —dijo ella.
—Y a mí el hombro y la espalda —dijo él. Se echaron a reír y se dieron un fuerte abrazo y un beso; luego Gisele se fue a limpiar. George la esperó con una manta para que se tapara hasta llegar al coche y la acompañó a la puerta.
—Te quiero —dijo él.
—Te quiero —dijo ella y se fue.

George se metió en la cama y se quedó pensando en Mindy hasta que se durmió. Se masturbó un par de veces antes.