UN BUEN AMIGO

Steve tenía cuarenta años, vivía con su madre y cobraba una pensión que se gastaba en cervezas y en las máquinas tragaperras. Caminaba por la calle un martes por la mañana, discutiendo con su mejor amigo, su único amigo: Jorge. Iban juntos a todas partes, podríamos decir que Jorge formaba parte de él. Un hombre escuchó la discusión y se acercó a Steve:

—¿Está usted bien, joven?

Steve no tenía pinta de estar bien, tenía el aspecto de un minero jubilado, pero dijo estar bien.

—Sí, sí, no se preocupe. Es este —dijo señalando a Jorge—, que a veces me saca de mis casillas.

El tipo frunció el ceño, dio dos pasos hacia atrás, arqueó las cejas, levantó la mano en gesto de despedida y siguió caminando. Steve siguió discutiendo con Jorge. Jorge sostenía la idea de que la muerte era una especie de madre justa y protectora, y eso era algo que Steve no podía aceptar.

—¿Cómo puedes decir que es como una madre si se lleva a la gente?

—Sí, pero siempre se la lleva en el momento justo. Quizá para nosotros no sea el momento justo, pero siempre es el momento justo para ella. Y ella es mucho más sabia que todos nosotros, créeme.

La idea de pensar en la muerte de aquella manera, paradójicamente, le aterraba; le gustaba más la idea de una muerte cruel, sádica e injusta. Pensó que podría ser miedo a lo desconocido o una creencia inculcada y muy arraigada.

Siguieron caminando hasta meterse en un bar, Steve estaba seco. Se sentaron en los taburetes de la barra y Steve llamó al camarero. Este preguntó qué quería y Steve se giró hacia la derecha:

—¿Qué quieres tú, Jorge?

—Cerveza.

El camarero esperaba expectante.

—Dos cervezas —dijo Steve finalmente.

El camarero se alejó hacia la nevera para coger las bebidas sin quitarle ojo de encima a Steve.

—¿Por qué todo el mundo me mira y me dice gilipolleces? —preguntó a Jorge en voz baja—. Tú, en cambio, pasas siempre desapercibido.

—Me gusta ser discreto, ya lo sabes. Y tú deberías hacer lo mismo, no es bueno ir por ahí llamando la atención.

Steve disimuló y el camarero trajo las botellas de cerveza, las puso delante de Steve y lo escudriñó un poco más antes de destaparlas con el abridor. Luego se giró y se puso a secar vasos, pero seguía mirando a Steve de vez en cuando y este se empezó a sentir incómodo. Apuró su cerveza e instó a Jorge a apurar la suya.

Pagó la cuenta y Jorge todavía no le había dado ni un trago a la cerveza.

—Joder, Jorge, bébete la cerveza.

—Siempre con tus prisas, ya te he dicho muchas veces que la vida hay que tomársela con calma.

Steve se sentó de nuevo en el taburete y empezó a taconear el suelo, mostrando así su impaciencia y malestar, el camarero no paraba de mirarle. Finalmente, Jorge le dijo que no le apetecía la cerveza y que se la bebiera él. Steve encantado aceptó la propuesta y la vació casi entera de un trago. Lanzó un sonoro eructo y apuró el resto. Al salir por la puerta todo el mundo le miraba.

Salieron a la calle y Steve maldijo a toda esa gente.

—Odio a la gente, de veras que odio a todo el mundo —dijo con el gesto torcido.

—No deberías odiar —replicó Jorge—, el odio es un lastre y enferma el espíritu. En realidad, todo esto es tu culpa, que te dejas ver demasiado.

—¡Ya estás otra vez con esas cosas del espíritu! ¿Y cómo que me dejo ver demasiado? ¿Dónde quieres que me esconda?

La gente de la calle lo seguía mirando.

—¿Lo ves? Siguen mirando —insistía Steve.

—¿Y qué más da? Miran, pero no ven. 

Jorge seguía caminando como si nada y Steve le seguía el paso, pero no podía soportar las miradas intrusivas de los extraños. Un hombre de avanzada edad se cruzó en su camino y lo miraba de arriba a abajo mientras caminaba apoyando su bastón.

—¿Qué mira? Eh, ¿qué mira? ¿Tengo monos en la cara, o qué? —le increpó Steve, harto de miradas acusadoras.

El anciano se cambió de acera, acelerando el paso, parecía haber rejuvenecido treinta años de golpe. Jorge reprendió a Steve por su actitud y este no parecía dispuesto a reconocer su pérdida de equilibrio.

—No debes dejarte afectar por acontecimientos externos, y mucho menos por ese pobre anciano que no representa ninguna amenaza.

Steve apretó la mandíbula y continuó caminando, Jorge lo seguía de cerca. Llegaron a un parque y se sentaron en un banco de madera que estaba en medio de un florido camino.

—Intenta no pensar tanto en ti y en la gente —le aconsejaba Jorge—, das demasiada importancia a tus actos y a los de los demás y en el fondo todos somos hombres, nuestro paso por la tierra es fugaz y nuestros actos insignificantes.

Steve parecía más calmado, encendió un cigarro y se puso a observar las flores, sin echar cuentas a la gente.

—Tampoco deberías fumar, esa mierda te está robando el espíritu.

—¿Quieres dejarme tranquilo ya con el maldito espíritu?

—No hay ninguna maldición en el espíritu, la única maldición es sufrir en carne y hueso la horrible existencia humana y el cruel paso del tiempo sin tratar de cambiar nada, cuando todo está al revés.

Steve fumaba el cigarro de manera apurada mientras se golpeaba el muslo con la otra mano, parecía realmente afligido.

—¿Lo ves? Mira cómo fumas, hasta para matarte tienes prisa, todo es un sinsentido en tu vida, todo está al revés. Aunque, por suerte, un día el sol saldrá por el oeste. En realidad, el sol no sale, siempre está en el mismo sitio, lo que se dobla es nuestra percepción del mundo. Tu percepción del mundo está ahora anclada a la oscuridad, pero no tienes por qué estar así. ¡Tira ese cigarro y caminemos!

Steve hizo caso y apagó el cigarro de un pisotón, luego se levantó y los dos echaron a caminar a buen ritmo, entre las flores y los árboles, entre el verde césped y bajo la inmensidad del cielo azul. Jorge lo felicitó por su buen ánimo repentino.

Salieron del parque y llegaron a un camino de río que pasaba bajo un puente y acababa en un pequeño bosque. Se adentraron en él y Jorge lo invitó a sentarse sobre las flores caídas de otoño.

—Tienes que romper tus ideas fijas sobre el mundo, pues te están engañando y encerrando en un callejón sin salida. Nada es lo que parece y la realidad supera a la ficción.

Steve no sabía de qué hablaba su amigo. Muchas veces sentía no estar a su altura y no comprendía por qué aquella persona le tenía tanto aprecio, siendo los dos tan diferentes. Jorge pareció leerle el pensamiento.

—No te preocupes si no lo entiendes, ese es precisamente tu problema, que quieres una explicación racional para todo, cuando hay cosas que no tienen explicación. El querer entenderlo todo es un arma de doble filo, porque te alejas del sentir. Cuanto más quieres entender, menos sientes y menos entiendes. Cuídate de querer entenderlo todo, porque en el fondo, ¿de qué te sirve?

Steve evaluó las palabras de su amigo mientras observaba cómo las hojas de los castaños seguían cayendo con un movimiento oscilante que parecía una danza.

¿De qué le servía entender? ¿Era el entender una trampa que le apartaba de lo realmente importante? Entender no era gran cosa, entender con palabras al menos. Pudo sentir la diferencia mientras veía caer las hojas de los árboles, entre el entender obsesivo y controlador de la mente —que es un mecanismo causado por el miedo— y el comprender real del cuerpo y el espíritu, una inmensa paz y un fuerte sentimiento de eternidad y unión.

De pronto le invadió un sentimiento inexplicable de felicidad y Jorge le pasó el brazo por el hombro.

—Venga, vamos —dijo después—, ya está bien de enredarse con las hojitas.

Siguieron caminando por la orilla del río. Los pájaros cantaban y las libélulas danzaban en torbellinos iridiscentes.

—Son caballitos del demonio —dijo Jorge—, animales mágicos.

Steve no dijo nada, no encontró palabras. En lugar de eso contemplaba con la boca abierta el baile de aquellos caballitos del demonio entre las zarzas. El sonido del agua se fundía con el canto de los pájaros y el zumbido de las libélulas para formar una especie de armoniosa música natural. Fue un paseo agradable, pero demasiado largo, ya habían salido del bosque y seguían el río cuesta arriba hacia la montaña.

—Estoy cansado, Jorge, podíamos parar otro rato.

—Tienes que ejercitar ese cuerpo, todo el tiempo que estés ejercitando tu cuerpo estarás haciendo callar a tu mente. Todo esto no es por ejercitar el físico, es por educar la mente.

Steve siguió caminando sin replicar. El sol estaba ya bastante alto y era un día caluroso, pronto empezó a sudar. Paró un instante a beber agua de un arroyo y Jorge lo reprendió, no había tiempo que perder. A Steve le costaba seguirle el paso, Jorge escalaba la pendiente rocosa para atajar, debían llegar a la cima antes del mediodía.

Antes de que el sol estuviera sobre ellos la alcanzaron. Un gran pájaro echó a volar justo cuando ellos subieron y dejó planear sus alas para bajar la montaña. Parecía un águila, fue una visión maravillosa.

—¡Qué águila tan majestuosa! ¡Y qué suerte hemos tenido de verla!

Jorge dijo que no era un águila y aquello tampoco era suerte.

—¿Qué era entonces?

—La libertad.

—¿La libertad?

—Sí, tú no conoces al águila ni a la serpiente, pero yo puedo asegurarte que eso que acabas de ver era la libertad. Tu libertad. Pero ha escapado de ti, todavía no estás preparado para ser un hombre libre.

Steve se mostró confuso.

—¿Y la serpiente qué es?

—La serpiente es la sabiduría, pero de momento no puedes verla. Esa serpiente jamás te picaría hoy por hoy.

La confusión de Steve aumentó, pero intentó dejar de querer comprender. No tenía sentido, pensó, nunca había entendido a Jorge hasta el momento cuando hablaba de aquellas cosas y dudaba que eso fuera a cambiar ahora. En lugar de eso dijo:

—Tengo hambre.

Jorge rio. Pareció gustarle el intento de rendición de su amigo.

—En realidad, no tienes hambre, el hambre es solo una excusa para escapar. Lo que en realidad tienes es miedo, miedo a lo incomprensible, miedo a la inmensidad.

Steve reflexionó unos instantes y finalmente llegó a la conclusión de que sí que tenía hambre.

—Claro que tengo hambre, me rugen las tripas. ¡Me comería un chuletón!

—Está bien —dijo Jorge—, vamos a por ese chuletón.

Bajaron caminando por el camino arenoso, Jorge delante y Steve detrás, y pronto estaban de nuevo en el bosque.

Algo en el bosque había cambiado. La luz se filtraba ahora entre las hojas de los árboles dando la impresión de una gran rejilla, parecía que el bosque había sido atrapado por una gran telaraña de sombras. Recordó a Heráclito: un hombre no puede bañarse dos veces en el mismo río, y supo que tenía razón.

El entendimiento era un placebo, un acto egoico de la mente en el que la satisfacción duraba unos instantes antes de dejar paso a un gran vacío existencial. La comprensión era diferente, era una sensación física de paz y seguridad. Entonces su hambre se fue, aunque no tenía pensado reconocerlo ante Jorge y darle así la razón, comería incluso sin hambre.

Llegaron al restaurante y Steve pidió mesa para dos. El camarero los sentó en una mesa junto a la ventana y montó la mesa con manteles, cubiertos y copas. Los dos se sentaron y Steve pidió dos cervezas. Luego el camarero volvió para traerlas y se dirigió a Steve después de destaparlas:

—¿Esperamos a su acompañante para pedir la comida?

—¿Qué acompañante? —respondió Steve confuso—. No va a venir nadie más.

El camarero parecía desconcertado, esperaba frente a la mesa mientras mordía el bolígrafo y sujetaba una libreta con la otra mano.

—Comeremos macarrones de primero y de segundo yo chuletón y Jorge lubina al horno —dijo Steve señalando al frente.

El camarero lo apuntó en su libreta mientras se mordía el labio y se marchó después de hacer una especie de reverencia.

—Qué tipo tan raro, ¿no? —le preguntó a Jorge, que parecía estar de acuerdo.

Charlaron un rato y llegaron los macarrones. A Steve se le había quitado el hambre, parecía que su hambre se había quedado en aquel bosque entre la gran telaraña de sombras, pero Jorge no podía darse cuenta, así que comió.

Cuando acabó los macarrones se dio cuenta de que Jorge no había probado bocado.

—¿Qué pasa, Jorge, no tienes hambre?

—Tú sobreestimas la comida, crees que puedes arreglar todo desayunando, almorzando, comiendo, merendando y cenando a tus horas cada maldito día. Pero te diré una cosa: no es necesario, comemos demasiado.

Steve se quedó boquiabierto. ¿Sería verdad eso? Lo cierto es que ahora estaba comiendo sin tener pizca de hambre. De hecho, el chuletón le sobraba.

—¿No quieres comer, entonces?

—No.

Steve llamó al camarero, le explicó que no tenían hambre y le pidió que a poder ser no trajeran el segundo plato, sino la cuenta. El camarero no titubeó un instante y trajo la cuenta en seguida. Dos platos de macarrones y dos cervezas.

Antes de pagar se fijó en que Jorge no había probado tampoco la cerveza. Sin preguntar la cogió y le dio un largo trago, luego le pagó al camarero. Mientras esperaba el cambio acabó de vaciar la cerveza de Jorge y antes de irse dejaron un poco de propina por las molestias.

—Muy bien —le dijo Jorge al salir—, ahora has hecho caso omiso a las miradas de la gente, vas progresando. Pero no deberías beber tanto, y menos hoy, que tienes cita con el doctor.

Era cierto, se le había olvidado por completo su cita con el médico: era dentro de dos horas.

—Tienes razón, vamos a casa a dormir la siesta y luego iremos al médico, no quiero ir medio borracho.

Jorge aceptó la propuesta y caminaron los dos hasta su casa. Su madre no estaba, entraron y subieron a la planta de arriba, allí estaban las habitaciones. Después de una reconfortante siesta se lavaron la cara y bajaron al garaje, donde estaba el coche del abuelo de Steve: esporádicamente se lo cogía prestado. Era un Cadillac del 69 con pocos kilómetros y bastante bien conservado. Steve encendió el motor y pusieron rumbo al hospital.

Detenido en un semáforo Steve se dio cuenta de que Jorge no se había puesto el cinturón.

—Joder, Jorge, ¡otra vez el maldito cinturón!

Se lo colocó él mismo antes de arrancar de nuevo, pues sabía de la manía de Jorge de ir siempre sin cinturón.

—Tienes que relajarte, Steve, tienes demasiado miedo, tu sistema nervioso está siempre disparado.

—¿Cómo voy a relajarme? Imagínate que tenemos un accidente, ¡podrías morir! Además, es a mí a quién multarían si nos para la policía.

—Oh, imagina, podrías… ¿No te das cuenta de que todo lo que dices y piensas son imaginaciones y suposiciones? Siempre hablas en condicional. Vives de imaginaciones y suposiciones y no eres consciente de la realidad.

Iba a replicar de nuevo cuando la bocina de un camión de gran tonelaje le hizo meterse de golpe en su carril. El camionero le gritaba, gesticulando con los brazos y asomando medio cuerpo por la ventanilla.

—¿Has visto? Vives de imaginaciones y suposiciones y no eres capaz de mantenerte siquiera dentro de tu carril. Tu condicional te saca del presente, la realidad podría masacrarte en un abrir y cerrar de ojos.

Steve no dijo nada, tenía ya la mente pensando en su conversación con el doctor, estaban a dos minutos del hospital.

Dejaron el coche en el aparcamiento y subieron a la octava planta: ala de psiquiatría. Steve preguntó por el Doctor Hernández y la chica del mostrador lo hizo esperar en la salita. Diez minutos más tarde el doctor lo llamó por su nombre.

El doctor dijo que se alegraba de verlo, Steve también se alegraba de ver al doctor y se alegró más aún al saber que el doctor se alegraba de verlo a él. Charlaron unos minutos de manera superficial y entonces el doctor fue al grano:

—¿Te tomas la medicación, Steve?

—Sí, doctor.

—¿Siempre?

—Siempre.

—¿Y sigues bebiendo alcohol?

—No, doctor. Una cerveza como mucho y muy de vez en cuando.

—Está bien.

El doctor escribió algo con el teclado del ordenador mientras miraba la pantalla, luego se giró hacia Steve de nuevo.

—¿Y Jorge? ¿Qué me dices de Jorge?

Steve giró la cabeza hacia su derecha antes de volverse a mirar al doctor.

—¿Está Jorge aquí ahora? —insistió.

Steve asintió, moviendo la cabeza de arriba abajo.

—Bien.

Volvió a escribir algo en el ordenador, se subió las gafas y volvió a mirar a Steve, con los brazos apoyados en la mesa y los dedos entrelazados.

—¿Te dice Jorge cosas malas?

Steve negó con la cabeza. El doctor parecía esperar alguna respuesta más.

—Él solo me aconseja —prosiguió Steve, sintiéndose presionado.

—¿Te aconseja alguna vez hacerte daño o hacer daño a alguien? —preguntó el doctor rápidamente, como si esa pregunta le hubiera estado carcomiendo y se hubiera podido librar de ella por fin.

—¡No! —negó Steve, rotundamente—, él solo quiere mi bien. De hecho, me ha salvado la vida en innumerables ocasiones.

—¿Como por ejemplo?

—Todos mis intentos de suicidio han sido boicoteados por él, dice que el suicidio no es una solución. 

El doctor parecía desconcertado.

—Mire si es bueno conmigo —continuó Steve— que me acompaña hasta aquí, incluso cuando usted a él no le gusta un pelo.

—¿Y por qué no le gusto?

—Dice que usted no me entiende y que venir aquí es una auténtica pérdida de tiempo e incluso un peligro.

—¿Un peligro? ¿Y por qué cree que dice eso?

—Yo no creo nada, él simplemente sabe muchas cosas, cosas sorprendentes, diría que lo sabe todo.

El doctor volvió a teclear en el ordenador.

—Creo que vamos a subir un poco la medicación —dijo finalmente, después de subirse las gafas y emitir un suspiro—. En lugar de media pastilla por la mañana y media por la tarde va a tomar usted una pastilla por la mañana y otra por la tarde.

—Está bien, doctor.

Jorge negaba rotundamente con la cabeza, parecía enfurecido. Steve hacía tiempo que no seguía la pauta de las medias pastillas y tampoco tenía pensado seguir la pauta de una dosis más alta. Jorge le había recomendado no hacerlo y él confiaba más en Jorge que en cualquier médico, pero eso era algo que no iba a confesar a nadie; Jorge también le había recomendado mantenerlo en secreto.

El doctor dijo que no volviera a beber, le extendió una nueva receta y le programó una cita para el mes siguiente, así verían el efecto de la nueva dosis de medicación.

Steve se levantó, agarró la receta y se despidió.

—Adiós, Steve.

—Adiós, doctor, y gracias.

Y mirando al aire el doctor concluyó:

—Adiós, Jorge.

A Steve le pareció muy raro que el médico mirase al aire y no mirase a Jorge cuando se despedía, definitivamente aquel médico no se enteraba de nada. El mes siguiente no asistiría a su cita y, por supuesto, su medicación seguiría en el cajón y las cervezas en su estómago.