EL HOMBRE BLANCO

John McCarthy abrió los ojos y vio una serpiente descender de un árbol por encima de su cabeza. ¡Era su oportunidad! Tenía que cazarla. Llevaba tres días sin comer y casi cuarenta horas sin beber. Necesitaba cazar aquella serpiente y echársela a la boca. Se levantó, agarró el palo afilado que llevaba consigo desde hacía días y se puso en guardia. La serpiente había dejado de descender, parecía mirarle fijamente mientras sacaba la lengua. Era una serpiente majestuosa de color verde, perfecta para el camuflaje, y sus ojos brillaban. Por un momento su presa le maravilló y pensó en no matarla, pero el hambre pudo más y se lanzó hacia ella. Falló, y la serpiente desapareció de su vista.

John se acababa de despertar, o quizá lo había despertado la serpiente. Hacía mucho calor y había parado a dormir una pequeña siesta, o acaso se había desmayado. Estaba exhausto, llevaba tres días perdido en la selva y estaba a punto de morir allí mismo. Se hallaba hipotérmico y desorientado, deshidratado y famélico. No tenía muchas más fuerzas para continuar su camino hacia alguna parte, no habría manera de salir de allí, la serpiente era su única oportunidad para seguir con vida y se había escapado.

Era un explorador que había perdido a su grupo durante una expedición, ni siquiera sabía ya cómo demonios se había perdido del grupo, no podía recordarlo. Pensó estar perdiendo la cabeza, el cuerpo y el espíritu, sintió que realmente iba a morir pronto. Un escalofrío recorrió su espina dorsal y se empezó a sentir observado, tal vez era la muerte, que acechaba a su próxima víctima.

Sintió que no saldría de allí, que lo mejor sería resignarse a morir en aquel sitio donde se había dormido o desmayado. Se dio la vuelta para contemplar el entorno, el escenario de su muerte, cuando una angustia desgarradora se apoderó de su cuerpo. Sintió que su corazón se iba a salir del pecho y empezó a sudar en frío: dos hombres se hallaban frente a él y lo miraban fijamente. John lanzó el palo por los aires y se tiró al suelo de rodillas, sollozando. Cuando levantó la mirada tenía un cuerno de buey enfrente, estaba lleno de agua. Aquel hombre le estaba dando agua, ¡agua!

Bebió como nunca había bebido, se tiró agua por encima y bebió más hasta vaciar el cuerno, después se lo devolvió al hombre. Pudo ver por primera vez que era un hombre de la selva de aspecto formidable. Vestía con tan solo un taparrabos y una corona de plumas, tenía tatuajes y pinturas en cara y cuerpo y un brazalete con plumas en cada brazo.

—¿Quieres más? —dijo en un perfecto inglés, para su sorpresa.

John asintió moviendo la cabeza frenéticamente de arriba a abajo y antes de darse cuenta tenía enfrente otro cuerno de buey lleno de agua, ¿o era el mismo? Vació el segundo cuerno y con su sed ya calmada alargó el brazo para devolverlo al hombre de la selva. Este tenía en la otra mano unos trozos de algo que parecía comida, se los entregó a John.

John lo olió primero y luego se lo llevó a la boca, debía tratarse de comida. Estaba bastante duro y su textura era un tanto áspera, pero sin duda era comida. No pudo evitar echar a llorar, lloraba mientras mascaba y tragaba aquel extraño alimento. Aquellos dos hombres habían bajado de los cielos para salvarle la vida y ahora podría volver a la ciudad, a su casa, a su trabajo… Volvió a sentirse el hombre más afortunado del mundo.

Acabó los cuatro trozos de comida y le pretendió besar un pie al hombre de la selva, este con un movimiento rápido retiró el pie y dio dos pasos hacia atrás. John seguía llorando y dando las gracias en gesto de súplica. El otro hombre, más joven, se mantenía atrás sin decir una palabra y su cara reflejaba simpatía. Vestía también con un taparrabos y su corona no tenía plumas, tenía menos tatuajes y pinturas y brazaletes con cuerdas.

Parecían esperar a que acabase con sus lamentos, estaban permitiendo pacientemente que exteriorizase su alegría y su dolor. Simplemente esperaban, allí de pie, sin decir nada. John pronto se empezó a sentir ridículo, no supo por qué, pero se sentía ridículo, era como si dos hombres adultos estuvieran aguardando a que el niño acabase de patalear.

—¿Te gustó la carne? —dijo el más viejo de los dos, en un intento de sacarle de su ridiculez.

—No he probado nada tan delicioso nunca. Pero no parecía carne.

—Es carne seca, un alimento de poder.

El hombre de la selva clavó su mirada en él, parecía que el poder estaba en su mirada y no en la carne.

—¿De veras querías comerte a esa serpiente? —preguntó después.

¿Cuánto tiempo llevaban aquellos hombres observándole? ¿Y cómo no se había dado cuenta? De pronto un miedo atroz invadió su ser. Dijo que sí había pretendido comerse a la serpiente y los dos hombres rieron a carcajadas.

Él no entendía qué les hacía tanta gracia, un hombre famélico sería capaz de eso y más, dijo.

—No, verás… esa serpiente no se puede comer.

—¿Es venenosa?

—No, no es venenosa.

—¿Entonces?

Los hombres se miraban entre ellos, parecían desconcertados.

—Esa serpiente vino a verte a ti, igual que vinimos nosotros, pero nosotros no somos para comer, y ella tampoco —sonrió en gesto de amabilidad—. A ella la espantaste y nos súplicas y nos agradeces a nosotros, pero deberías habernos espantado a nosotros y suplicarle a ella. Ella es más poderosa que nosotros. Y lo peor de todo es que ahora es casi imposible que vuelva.

—¡Yo no quiero que vuelva! ¿Y cómo va a ser más poderosa que vosotros? Vosotros sois mis salvadores.

Volvieron a mirarse entre ellos, sus expresiones eran de incredulidad. Luego estalló la carcajada.

—Esa serpiente no era una serpiente cualquiera —dijo el mayor de los dos cuando pudo coger un poco de aire—, no se puede cazar y no se puede comer, no de la manera que tú crees.

—¿Es sagrada para vosotros?

El hombre de la selva titubeó unos instantes.

—Digamos que es sagrada en general.

John parecía totalmente desorientado, en todos los sentidos.

—Esa serpiente —insistió el hombre— vino a verte a ti, y vino para enseñarte algo. Esa serpiente es para contemplar y comprender, para danzar y averiguar. No se puede tocar y mucho menos cazar, no de la manera que tú crees. Esa serpiente es la sabiduría.

John no comprendía nada, pero le daba igual, aquellos hombres iban a salvarle y pensó que todo aquello tan solo era una estúpida superstición de su tribu.

—Miren, estoy perdido, solo me gustaría volver a casa.

—¿Y entonces por qué viniste?

Un escalofrío recorrió el cuerpo de John. ¿Por qué había venido?

—Verá, yo no vine, simplemente me perdí y acabé aquí. ¡Casi muero de sed!

—Oh, sí que viniste. Y también nos llamaste para que viniéramos nosotros.

¿Los había llamado él? Un nuevo escalofrío recorrió su cuerpo. De pronto, recordó su clamor al cielo, poco antes de dormirse:

—Por favor, si hay algún ser humano cerca, ¡que venga ahora! —había gritado a los cielos de rodillas.

Pero era una frase de desespero, una súplica inútil para paliar su dolor y su soledad. ¿Estarían aquellos hombres tan cerca como para haberlo oído?

—¿Oyeron ustedes mi súplica?

—Oh, sí.

—Entonces han estado aquí cerca todo el rato.

—Oh, no.

Los dos hombres reían y reflejaban una profunda mirada, con grandes ojos brillantes y cuerpos que parecían hincharse y deshincharse, con los hombros arqueados hacia atrás y espaldas rectas, musculosos y seguros de sí mismos.

—¿Cómo pudieron escucharme entonces?

—Nosotros escuchamos todo, todo lo importante. Y si tú no estuvieses tan distraído con tus lamentos también escucharías.

¿Cómo no iba a distraerse en lamentos si había estado a punto de morir? ¿No era aquel suficiente motivo para lamentarse? No entendió el ataque y pensó que aquellos hombres se estaban burlando de él.

—Venga, vamos —dijo entonces el más mayor de los hombres de la selva mientras le tendía la mano para levantarlo del suelo.

John se incorporó con la ayuda del hombre y esperaron unos instantes para que su débil cuerpo se estabilizase. Luego echaron a andar, muy despacio, todavía agarrados.

—¿A dónde vamos? —preguntó John.

—Al poblado. Nos están esperando.

John empezó a sentirse revigorizado al poco tiempo de empezar a andar, sus piernas caminaban sin problema y sus pulmones parecían abarcar aire de manera infinita. Le pareció extraño aquel cambio de ánimo repentino, ¿sería la carne de poder o era el poder de aquellos dos hombres? Él no era un hombre demasiado vigoroso. El caso es que se sentía mejor, anduvieron durante horas sin sentir la menor molestia.

—Mira que querer matar a la sabiduría… —dijo de repente el más joven de sus salvadores.

Los dos hombres de la selva estallaron en carcajadas. Rieron tanto que tuvieron que detenerse y agarrarse de las ramas de los bordes del camino. John se hallaba anonadado, todo aquello era como un sueño, un sueño de lo más real.

Siguieron caminando cuesta arriba y cuesta abajo por un camino estrecho entre árboles y arbustos, debía permanecer atento para que las ramas por donde se abrían paso los dos hombres no le golpeasen en la cara. El sonido de la selva lo envolvía y por un momento le pareció ver respirar al suelo que pisaba. ¿Estaba viva la selva?

Los hombres le ordenaron no detenerse y seguir caminando para llegar al poblado antes del anochecer.

—Mira que querer comerte a la sabiduría… —dijo después el más viejo de los hombres.

Volvieron a reír desmesuradamente y otra vez la caminata se detuvo. Los dos hombres de la selva se agarraban ahora las tripas. John no daba crédito, ¿era aquella serpiente realmente la sabiduría o se estaban burlando de él?

—¿Por qué dicen todo el rato que esa serpiente era la sabiduría? No entiendo nada.

—Ya sabemos que no entiendes nada, no te preocupes. Tú en realidad sabes, sabes, aunque no recuerdes, y por eso no entiendes; pero no te preocupes, a partir de hoy empezarás a recordar.

No dijo nada, las palabras del hombre de la selva parecían salir de su boca y danzar entre el suave viento de la selva al atardecer, era una armoniosa melodía llena de calma y paz. No hizo más preguntas y siguió caminando.

Se habían desviado del camino y ya podía verse el poblado a lo lejos de la explanada, detrás de un gran montículo de césped. Antes de bajar los hombres de la selva lanzaron grandes gritos al aire. Luego bajaron simulando una danza, alzando las rodillas hasta el pecho y pisando el suelo con fuerza en cada paso. Detrás iba John, que veía como todo el poblado se iba agrupando en un gran círculo humano.

Sintió temblores en las extremidades y le invadió un gran terror de nuevo. ¿Qué iban a hacer con él? Quizá aquella gente eran caníbales y se alegraban tanto porque ya tenían la cena. Quizá le cortarían la cabeza y la reducirían para venderla en el mercado negro. Mil ideas pasaron por su mente; aun así, no tenía opciones. Caminó detrás de los hombres hasta llegar al centro del poblado, la muchedumbre aguardaba expectante.

El más mayor de sus salvadores hizo las presentaciones después de acabar su danza ya en tierra firme y luego se giró hacia John.

—Y tranquilo, John, no te vamos a comer.

El poblado estalló en una multitud de carcajadas, era como si en una pesadilla toda la clase se riera de él. John se sintió tan intimidado que no se dio cuenta en primera instancia de que aquel hombre había adivinado su nombre y le había leído el pensamiento. Más tarde la idea lo reconcomió.

Buscaba una explicación lógica mientras la gente del poblado le acariciaba la cara y le tocaban los brazos, rodeándolo en círculo. Él se dejaba apaciblemente, intentando recordar si le había dicho su nombre a aquel hombre de la selva, pero lo que era seguro es que no le había preguntado si eran caníbales e iban a comerlo.

La gente acabó de inspeccionar al hombre blanco y luego el más mayor de sus salvadores se dirigió a él.

—Enhorabuena, mi gente te ha aceptado, cosa que no dudaba, si no, no te hubiese traído —y estalló en una gran carcajada, con los brazos abiertos y mirando al cielo. Luego clavó su mirada en John—. Y ahora dinos, ¿por qué viniste?

Otra vez la maldita pregunta. Intentó hacer memoria, pero había una laguna en su mente. No podía recordar cómo se había perdido del grupo de exploradores ni cómo había ido a parar a aquel rincón de la selva ni por qué, si es que había un por qué. El brujo pareció leerle la mente de nuevo.

—Te lo diré yo —dijo clavando la mirada en él. Las piernas de John tiritaban, tenía miedo de escuchar cualquier posible respuesta—. Estás aquí porque te habías perdido —entonces volvió a reír clamando al cielo y todos rieron con él.

Por un momento se sintió aliviado. Vaya una novedad, se había perdido, estaba claro que era eso, ¿qué otra cosa podría ser? El hombre de la selva clavó de nuevo la mirada en él.

—Creo que no me entendiste —dijo meneando la cabeza—. Me refiero a que tú estabas perdido, por eso decidiste venir aquí.

¿Había decidido venir? ¿Había decidido perderse? Eso era imposible de todas las maneras y desde cualquier punto de vista. El hombre de la selva se había equivocado, había hallado un fallo en aquel superhombre majestuoso.

—No te apresures. No lo decidiste racionalmente, tu razón no sabe nada de esto. Pero sí tu voluntad, ella te trajo hasta aquí.

Estaba tan confuso que las palabras eran un objeto abstracto inanimado con el que no se podía dar forma a los sentimientos o emociones, ellas no podían dar forma a la realidad. Brotó en llantos de nuevo y abrazó fuertemente al hombre de la selva. Este también apretaba, y sosteniendo su cabeza con la otra mano, dijo:

—Vamos, vamos, has de ser fuerte.

Lo acompañó a una de las cabañas y lo sentó en un banco que había fuera, pegado a esta. Todo el poblado los siguió y volvieron a rodearlos. El hombre de la selva había sacado una pipa de madera y echaba dentro unas hierbas. Dio algunas caladas y le echó el humo a John. Luego cantó una atronadora melodía y John se sintió embelesado y adormilado, estaba pareciendo todo un sueño otra vez.

Despertó de noche. Lo habían metido dentro de aquella cabaña y yacía estirado sobre una cama de ramas finas con una manta de piel de vaca encima. La luz de las estrellas se filtraba entre las ramas de la cabaña y podía escuchar a las lechuzas cantar no muy lejos de allí. Salió de la cabaña y vio más estrellas en el horizonte tras las montañas, jamás había visto tantas estrellas ni tan brillantes. Centró la mirada entre la penumbra y pudo ver al hombre de la selva, estaba allí de pie, frente a la cabaña.

—Sí que has dormido bien sin tu colchón de plumas —dijo, y lanzó una de sus famosas carcajadas al aire.

John asintió y también rio. El día anterior estaba a punto de morir y ahora estaba a salvo, bien descansado y alimentado; se sintió el hombre más afortunado del mundo.

—Debo decirte algo —continuó el hombre—, algo que tal vez no sepas. —Su mirada parecía encerrar algún enigma.

—Dígame usted.

—Llámame Yatú.

—Está bien. Dígame, Yatú.

—Has dormido durante tres noches y dos días y has despertado justo antes de la ceremonia. ¿Crees en las casualidades?

John no supo qué decir, no creía haber dormido tanto tiempo seguido, pero sí que creía en las casualidades.

—Pues te diré algo —prosiguió Yatú, sin dejarle responder—: las casualidades no existen. Y sí que has dormido todo ese tiempo, yo nunca miento ni me equivoco.

Lo agarró del brazo y echaron a andar entre la penumbra. John no veía tres en un burro, ¿cómo era posible que viese aquel hombre? Pero eso era lo de menos, aquel hombre parecía leerle el pensamiento, ¿lo había embrujado?

Anduvieron unos cuantos pasos a oscuras y pronto divisaron la luz de una gran hoguera que había en el centro de una explanada, todo el mundo estaba alrededor. Algunos charlaban entre sí sentados en el suelo o de pie, otros parecían más dispersos y se alejaban por los árboles y arbustos de alrededor. Yatú y John llegaron por fin junto a la hoguera. Su otro salvador estaba allí, lucía una gran sonrisa y pudo apreciar su hermoso cabello negro azabache a la luz de la hoguera, era denso y de color obsidiana. El hombre tenía la cara pintada con colores, simulando a un jaguar: motas negras en su cara pintada de naranja, incluso tenía pintadas la nariz, las orejas y los bigotes. John se quedó maravillado por su presencia. Dijo llamarse Munán y estar muy contento de que John asistiese a la ceremonia.

¿Era esta la ceremonia donde se lo comían? ¿Era él el plato estrella? Yatú volvió a recordarle que no y John sonrió despreocupado y confuso. No dejaba de darle vueltas a la idea de que «su voluntad había elegido estar allí». ¿Sería aquello verdad? ¿Qué era lo que su voluntad y su corazón querían? ¿Lo mismo que su razón, o algo muy distinto?

—Déjate ir —le recomendó Yatú—, pronto tendrás todas las respuestas. Es inútil que sigas dejando que tu razón te dé vueltas.

John inhaló y exhaló aire profundamente unas tres o cuatro veces. Munán apoyó la mano en su hombro y se acercó a su oído.

—Esta noche hay una ceremonia muy importante. No tienes que tomar la medicina si no quieres, basta con que presencies sus efectos. Debes observar atentamente todo lo que ocurre sin juicios ni razonamientos, debes sentir la experiencia en tus propias carnes. Tus ojos han de ser libres y deben ser los ojos de un animal, solo así verás. Las respuestas vendrán luego. Y lo más importante de todo: si la sabiduría vuelve no la mates.

Esta vez no rio de la misma manera, su sonrisa era macabra y tenía la mirada clavada en John, que sintió que mil espadas lo atravesaban.

—No la mates —le repitió.

La ceremonia dio comienzo. Yatú parecía ser el brujo de la tribu, era él quien proporcionaba aquella medicina a todos los demás. Él estaba en su sitio y el que quería tomar la medicina tenía que acercarse allí. John observó cómo uno tras otro iba bebiendo de aquellos cuencos de madera y luego volvían a sus sitios. Yatú permanecía en su sitio, sentado en el suelo, junto a Munán. En frente tenían una gran cacerola llena de aquel líquido y lo que pensó eran artilugios de brujería.

Muchos de los presentes ya habían bebido y algunos repitieron. Entonces John sintió el instinto de levantarse y caminar hacia Yatú, como movido por algún tipo de fuerza, un impulso: aquella ceremonia era envolvente. Bebió el amargo líquido y Yatú sonrió profundamente, sus ojos brillaban y a John le pareció ver estrellas y planetas reflejados en ellos. No parecía Yatú como tal, sino la inmensidad del cosmos encarnado en un ser vivo.

Volvió a su sitio y contempló la escena. Algunos hombres cantaban y otros danzaban, otros se movían en posiciones extrañas, uno de ellos parecía vibrar como una abeja robótica y otro se subió trepando a un árbol como si fuera un mono. El humo del fuego formaba densas figuras en forma de animales y el sonido de la selva era envolvente, se escuchaba una sinfonía natural irremplazable por el hombre.

Yatú hacía sonar las maracas y Munán, a su lado, aporreaba el tambor. Pronto John empezó a sentirse envuelto por extrañas fuerzas selváticas. Un sonido había nacido dentro de él y ese sonido se había convertido en vibración, sus pulmones habían aumentado su capacidad de manera infinita y sus sentidos se habían agudizado. Podía ver bichos diminutos correteando por el suelo, bichos que siempre habían estado ahí, pero que nunca había podido ver. Podía oír el aleteo de aves y mariposas a kilómetros de distancia y olía la medicina desde su sitio. Todas las estrellas estaban unidas por hilos de energía y las piedras y las montañas estaban formadas por patrones geométricos que se repetían de manera infinita y perfecta. Sus sentidos se habían incrementado y se había vuelto selva, se había vuelto cosmos.

La serpiente llegó reptando a él. Era de hiedra y musgo, mitad verde y mitad gris, la primera vez no la había visto bien. Trepó por su pierna y subió por su hombro para dar vueltas a su cuello formando el símbolo del infinito. Al principio sintió miedo, pero pronto empezó a relajarse. De repente, su vibración ascendió hasta límites inabarcables por su cuerpo y el mundo se dobló. Sintió un estallido dentro y regresó al inicio de la creación de los tiempos para volver al presente habiendo visto en unos pocos segundos el transcurso de diez mil civilizaciones. La serpiente seguía reptando por su cuello y sus hombros y sintió que ahora lo sabía todo. Ya no había secretos en el universo, cualquier cuestión era revelada al instante por su amiga de hiedra y musgo.

Fue duro saber la verdad, pero una extraña fuerza se había apoderado de él y le hacía no tener los mismos sentimientos que antes lo habían dirigido y condenado hacia la rutina y el fracaso. Ahora tenía un nivel de aceptación diferente, otra perspectiva, sin apegos, en un instante su mundo y el mundo habían cambiado. Soltó al aire una carcajada y se levantó para caminar hacia Yatú y Munán, con la serpiente todavía enroscada en sus hombros.

—Ya sé porque vine —dijo con una gran sonrisa.

Yatú y Munán estallaron a carcajadas, Yatú se levantó: efectivamente los planetas y las estrellas se reflejaban en sus ojos. Su cara brillaba y aunque era un anciano parecía un chaval de veinte años. Sus músculos eran fuertes y su piel lisa y resplandeciente.

—Ya sé que lo sabes, ahora lo sabes todo, ¡la serpiente está en tus hombros!