BAILANDO CON LA LOCURA

La peor persecución a la que puede estar sometido un hombre es a la de una mujer desequilibrada. Mucho peor que una banda callejera armada, peor que una jauría de perros e incluso peor que la policía. Es un juego que la mujer no quiere que acabe. La banda desea apuñalarte, los perros comerte y la policía llevarte al calabozo, pero la mujer no quiere nada de eso. La misión de la mujer es ir debilitando al hombre física y mentalmente, poco a poco, tan poco a poco que ni siquiera se dé cuenta de que está siendo destruido. Algunas abandonan ante los hombres más fuertes; los débiles son carne de cañón.

Yo era débil, estaba a punto de ser destruido y ella no se rendía. Cuatro años sin verla y seguía llamándome por teléfono. Me llamaba al fijo porque en el móvil tenía todos sus números bloqueados, y digo todos porque empezó a comprarse tarjetas telefónicas compulsivamente, con diferentes números, para que yo no pudiera reconocerlos y así contactar conmigo… aunque nunca oyera por mi parte más que un: “¿sí?” o un: “vete a la mierda, loca de los cojones” en algún caso.

La persecución era obsesiva, podía notar cómo maquinaba mi destrucción desde la comodidad de su sofá. Una mente que maquinaba día y noche para destruirme, debía estar atento. No podía dormirme, debía estar alerta.

Días atrás me había destrozado el coche: lo rayó entero con la misma navaja con la que pinchó las ruedas, las cuatro. Había rayado los dos laterales, el maletero y el capó; en el capó se reflejaban en grande nuestras iniciales. Los dos espejos colgaban de un fino hilo de cable y dos de los cristales estaban rotos, el del piloto y el de atrás del piloto. Luego me llamó para ver si el coche me gustaba más así, con un estilo más punk. Como siempre colgué el teléfono nada más oír su voz.

Era una voz demoníaca, un sonido aterrador, era la voz del diablo. El diablo era una mujer, y yo lo sabía.

Por esa época estaba liado con una chica, Elisabeth.

Elisabeth no estaba mucho más cuerda que ella, ni que yo. Tenía los brazos cortados de autolesionarse y había tenido un hijo recientemente: el padre del niño estaba en prisión. Mientras él recibía sus raciones alimenticias y sus palizas diarias yo me lo montaba con su mujer: bebíamos, fumábamos y follábamos toda la noche.

Recuerdo una noche en mi casa…

Elisabeth llevaba uno de mis pantalones de boxeo y un sujetador rosa, nada más. Iba también descalza. Tenía unos grandes melones y estaba realmente sexy con ese atuendo. Habíamos echado un par de polvos y estábamos tomando un trago antes del próximo. Con ella era acabar de follar y ya estaba cachondo otra vez; el alcohol ayuda.

Me estaba contando sus problemas familiares. A mí no me interesaban demasiado, la escuchaba por compromiso y para hacer tiempo entre polvo y polvo. Me contaba los problemas con su pareja, que estaba en prisión provisional a la espera de que saliera el juicio: le querían cargar ocho años.
Elisabeth era una mujer fuerte, demasiado fuerte, pero se ablandaba de manera sobrecogedora al tratar estos temas. ¿Qué iba a hacer? ¿Qué sería del niño que acababan de traer al mundo? Yo vaciaba el cubata mientras pensaba en qué posturas la pondría esta vez, desnudándola con la mirada, mirando su boca moverse e imaginándome mi polla sobre sus labios, aquellos labios carnosos.

—Oye, ¿vamos a la terraza? —le pregunte.
—Vamos.

No se lo pensó, me gustaba eso de ella. Siempre estaba dispuesta a todo. Sabía que la vida era un soplo de aire fresco que pasaba ante nuestros ojos durante una mañana de primavera y que había que aprovecharla.

Salimos a la terraza, encendimos un cigarrillo y seguimos bebiendo mientras charlábamos. Bueno, mientras charlaba ella y yo escuchaba; de cualquier modo, eran cosas interesantes aunque no me importaran demasiado. Me estaba hablando de la vida misma. No pintaba nada de rosa ni de ningún otro color que no fuera gris oscuro. Eran hechos reales. Era la crueldad de la vida en todo su esplendor, sin tapujos, sin adornos, sin utopías. Aquella mujer me estaba abriendo su corazón y estaba hablando de cosas realmente importantes. Aun así, no me interesaban demasiado, tenía suficiente con la crueldad que rodeaba mi propia vida; aunque de alguna forma, encontraba similitudes y podía sacar conclusiones lógicas.

No aguanté más, me lancé sobre ella y le rompí el sujetador; luego metí la mano en aquellos pantalones de boxeo y la empotré contra la pared mientras la besaba salvajemente. Lo hicimos allí mismo, a la luz de la luna llena. ¡Luna, dame energía para empotrarla más fuerte! Ella apoyada sobre la barandilla y con un pie en alto, yo detrás de ella, penetrándola mientras le besaba el cuello y notaba en mi cara su pelo empapado en sudor. Era verano y corría una cálida brisa que se pegaba a nuestras pieles para luego unificarlas. Algunas luces encendidas en los balcones y terrazas de enfrente: quizá hubiera alguien contemplando el espectáculo. ¡Joderos, viejos amargados! ¡Admirad nuestra juventud!

A la hora de correrme se agachó, como siempre. Decía que le encantaba. No quería desperdiciar nunca una sola gota, incluso jugaba con ella un buen rato, saboreándola y sintiéndose su dueña. Se notaba que le gustaba, era una buena chica.

Acababa de correrme y estaban llamando al timbre:

—¡Un momento, joder!

Ni siquiera había echado un trago. Lo primero es lo primero, así que cogí el cubata para dar un largo trago mientras llamaban otra vez al timbre:
—¡Ya va, ya va, joder, qué impaciencia!

Mientras bajaba las escaleras llamaron otra vez y cuando llegué al lado del telefonillo el sonido del timbre era continuo, quien quiera que fuese no apartaba el dedo de mi timbre. Entonces me iluminé:

—¡La loca! ¡Solo puede ser ella!

Subí y le comuniqué a Elisabeth que probablemente era mi ex y que estaba loca. Pobre Elisabeth, con todo lo que se había abierto conmigo y yo era un capullo cerrado que no quería germinar. Le conté rápidamente todo lo que se me ocurrió sobre la persona que estaba llamando al timbre.

—Ábrele.
—¿Qué dices? ¿Cómo le voy a abrir?
—Que sí, ábrele. ¿Quieres que baje yo?
—No, no. ¡Cómo vas a bajar! ¡Que está loca!
—Que va, hombre. Si bajo yo seguro que me entiende, espera que me visto.

Se notaba en su mirada que iba en serio, estaba deseando bajar. Tenía una loca en el portal y otra metida en casa. ¿Estaría loco yo también?

Cuando me quise dar cuenta Elisabeth había salido de la terraza y se dirigía a la habitación para vestirse. Hacía unos segundos que no sonaba el timbre: igual la loca del portal se había dado por vencida. Cuando fui a la habitación para hacer entrar a Elisabeth en razón se escucharon unos gritos:

—¡Mike! ¡Maldito hijo de puta! ¡Mike! ¡Abre la puerta, hijo de puta! ¡Mike!

Después de los gritos se escucharon unos fuertes golpes. Yo vivo en un ático, y podía oír los golpes que aquella loca estaba dando al portal y a los coches de mis vecinos.

—Es ella, ¿no?
—Sí.
—Déjame bajar —dijo una vez más mientras intentaba zafarse de mi brazo para coger su ropa.
—Que no, en serio, por favor.
—Déjame bajar, yo conseguiré que entre en razón.

Elisabeth tenía una sonrisa maquiavélica y estaba demasiado segura de sí misma. No podía dejarla bajar ni permitir que subiera la otra, estaba en un buen lío. No se me ocurrió otra cosa que llamar a la policía y exponerles los hechos.

El timbre dejó de sonar, los gritos cesaron. Igual ahora sí que se había dado por vencida, quizá pensara que no estaba en casa, ¿o había visto encendida la luz? El timbre de arriba disipó todas mis dudas. Sonaba diferente al de abajo, con el típico “ding dong”.

—No puede ser —pensé.

Pero sí que podía ser, claro que podía ser. Un “ding dong” enlazaba con el siguiente mientras la puerta de mi casa estaba siendo brutalmente aporreada. Era ella, no había duda.

Le pedí por favor a Elisabeth que no se moviera de donde estaba, que por su hijo no se moviera de donde estaba, por su madre que la había traído al mundo, por los cigarrillos y las cuchillas de su marido. Por suerte me hizo caso, aunque seguía manteniendo su maquiavélica sonrisa.

Bajé los escalones despacio, de puntillas y descalzo, sin encender la luz de la escalera. El ruido del aporreamiento cada vez era más fuerte. Detrás de la puerta estaba ella, la culpable de todos mis males. Sabía lo que estaba haciendo, sabía a lo que estaba jugando: ella estaba loca y quería volverme loco a mí, quería que acabara como ella, así seríamos dos locos que se amarían sin ninguna otra preocupación.

—No lo vas a conseguir jamás, maldita zorra —pensé.

Llegué a la puerta y miré por la mirilla. Estaba feísima, feísima y desesperada, despeinada y con la cara roja, los ojos en sangre viva y la mandíbula apretada. Golpeaba la puerta con los puños sin parar de chillar. Entre grito y grito podía oír sus alaridos detrás de la puerta: tan solo una puerta me separaba de la locura. Luego lloraba un poco y se tiraba de los pelos antes de volver a aporrear la puerta de nuevo.

—¡Sé que estás ahí, hijo de la gran puta! ¡Abre la puerta, maldito cabrón!

Estaba acabando con mi paciencia cuando vi a Elisabeth bajar las escaleras, sin duda la suya ya se había agotado. Cogí las llaves rápidamente, abrí la puerta y salí, cerrándola a mi paso: en frente, la locura personificada; yo, en pantalón corto, sin camiseta y con cara de llevar dos días de fiesta. En realidad llevaba tres.

—¿Qué cojones quieres? Jodida loca del coño. ¡Lárgate de aquí!
—Mike, pero Mike…

La agarré del brazo y la invité a bajar las escaleras hacia la calle. No opuso resistencia, su mirada había cambiado al abrirse aquella puerta y ahora estaba llena de lástima, de arrepentimiento y de bondad. Consiguió hacerme sentir culpable mientras bajábamos.

Ya no chillaba. Solo lloraba y emitía quejidos de dolor; dolor mental, que es mucho peor que el dolor físico. Quizá ella solo necesitara eso, tenerme al lado. Se había calmado, ya no le quedaban fuerzas, las había gastado todas por el hombre al que creía que amaba. Al bajar nos chocamos de frente con los policías, algunos habían entrado en el portal.

—Pero, pero…

Fue lo único que acertó a decir entre sollozos. Su cara era de incredulidad.

—Aquí la tienen, caballeros —dije yo.

Elisabeth estaba bajando también las escaleras, finalmente no me había hecho caso. Al menos estaba todo lleno de policías, ya no estaba entre dos aguas. Fue la primera vez en mi vida que la policía me creó seguridad, y la última. Los policías me arrebataron a la mujer que tenía entre los brazos para llevarla fuera mientras otro me hacía continuas preguntas:

—¿Quién es? ¿Cuánto rato lleva? ¿Es muy habitual esto? ¿Quiere poner otra denuncia?

Yo no quería denunciarla, pero a ella se la llevaron detenida. Se había cargado varios espejos retrovisores. No me alcanzaba la vista entre la oscuridad de mi calle para seguir los espejos que colgaban de los coches.

La metieron en el coche patrulla mientras forcejeaba e intentaba resistirse al tiempo que chillaba y se arañaba la cara. Uno de los policías subió detrás con ella para intentar calmarla mientras recibía algún que otro puntapié. Al final tuvieron que esposarla antes de poner rumbo a comisaría.
Elisabeth había borrado la sonrisa de su cara y contemplaba la escena unos escalones más arriba. Fui hacia ella, le di un beso, subimos y lo hicimos otra vez. Teníamos veinticinco años.

La cosa no acabó ahí. Los detenidos tienen derecho a hacer una llamada. ¡Adivinen a quien llamó! Por suerte no tuve que escuchar su voz. El policía me dijo que tenía que preguntarme por protocolo. La detenida tenía derecho a una llamada y quería llamarme a mí, pero no tenía por qué hablar con ella si no quería.

Sí tuve que hacerlo a los dos días, cuando la soltaron. Me llamó desde una cabina telefónica, rogándome que la acercara a su casa, se arrepentía mucho de lo ocurrido.

—No tiene remedio —pensé— esta chica no tiene remedio. Y tú, Mike, ¿lo tienes?