LA DULCE MUERTE

Roy estaba postrado en la camilla del hospital, un ramo de flores mustias se pudría a su lado al mismo tiempo que él. El ramo lo habían traído las enfermeras: hacía días y nadie lo regaba, Roy no tenía a nadie en este mundo. Tenía ochenta y ocho años y llevaba cuarenta soltero, no tenía hijos y se había ido alejando poco a poco de todos los amigos y familiares que le quedaban. Pero no se arrepentía, lejos de arrepentirse se enorgullecía, la muerte de uno era de uno y había que vivirla tanto o más que la vida. Con familiares apenados a su alrededor le robarían el momento, y eso era algo que no podía permitir.

La muerte era algo muy íntimo, la vida era más pública, para vivir necesitabas a la gente, para morir no, morir debías hacerlo solo. Era el momento de Roy, nacemos solos y morimos solos, es nuestro destino, pero era el momento de Roy.

Se jubiló pronto, muy pronto, demasiado a ojos del Ministerio de Trabajo. Se mudó a una gran casa en un pequeño pueblo y vivió allí la segunda mitad de su vida rodeado de animales y naturaleza. Se conocía a sí mismo como pocos hombres se conocen y estaba preparado para su momento final.

Era la hora de la muerte, la apacible e inevitable hora de la muerte. La parca iba a llegar para llevarlo consigo, para mostrarle el camino hacia la eternidad. El gotero le dosificaba morfina por vía intravenosa y Roy no podía hacer otra cosa que esbozar una sonrisa y mirar en su interior. Su interior que era un universo, un microcosmos, un mundo de luz y color. El mundo exterior era oscuro, pero se estaba tornando gris. La luz del mediodía entraba por la ventana, un extraño olor impregnaba aquella habitación y se escuchaba una dulce melodía de violín, ¿estarían tocando los ratones?

Ojeó el entorno por última vez y todo era más prístino. Los colores refulgían con gran intensidad, incluido el blanco, y el aroma a jazmín y azufre impregnaba el aire. Una inmensa paz se estaba apoderando de él cuando se fijó en un pequeño detalle: el ramo de flores estaba transmutando. Las flores habían muerto y seguía habiendo vida en ellas, sus átomos se reunificaban y sus esporas vibraban con gran intensidad, dotando a las flores nuevamente de color. En ese mismo instante comprendió algo, algo de vital importancia: la muerte no existía.

La camilla era la vagoneta de una montaña rusa, estaba ascendiendo, todo empezó a temblar, no había ningún tipo de medida de seguridad. La vagoneta subía y subía y el sol brillaba y cegaba. La luz penetra a través del cristal, se refleja en los metales de la vagoneta y abrasa. El chirrido de las vías penetra en los tímpanos, la vagoneta llega a la cima y la gélida brisa roza el rostro del sujeto. Sujeto a la vida, sujeto a la eternidad. El estallido de luz provoca el descenso, descenso dulce de la amarga sombra, la sangre vibra y las células bailan, ha llegado la hora. Estallido de las glándulas suprarrenales, la pituitaria se afina, dulce melodía de violín: siéntete orgulloso, Mozart. La orquesta de glóbulos rojos actúa en el hipotálamo, tocan para la glándula pineal, la abeja reina.

Nunca antes había probado tan dulce miel el sujeto, sujeto a la locura, sujeto a la psicosis. Vuelo de halcón lejos de los hierros, ferralla estrellada contra el suelo y el nido en la montaña. Identidad rota, nube de aura de polvo de estrellas. Una luz que brilla dentro. El hombre luciérnaga también tiene alas. Distorsión de recuerdos, conectado a las estrellas mediante espirales, el mapa se dobla y le observan desde los once costados: lo va a conseguir. Otros desean que no, se alimentan de fracaso.

El jugador casi nunca sabe que está jugando, esta no era una excepción. Corre hacia el home run, guerrero, en la tercera base cambia el plano. Dimensiones desconocidas, pasillos llenos de brazos, telas de araña lo frenan, detrás está la luz. El peón avanza impasible tumbando torres y alfiles, el público dobla sus apuestas, lo va a conseguir. Aceite en el tablero, y en la nuca. La frecuencia vibratoria aumenta, pistones rotativos giran con fuerza y saltan los engranajes, más aceite. El gran foco ilumina la escena. Debajo, el sujeto empieza a sentirse observado, se está dando cuenta, miles de hombres blancos lo rodean. Nube de humo en el tablero, todas las casillas se vuelven negras. Los títeres se atrincheran y declaran la guerra a las marionetas, el aceite se mezcla con la sangre.

Noche oscura y lluvia ácida, el campo de batalla es un purgatorio. La evaporación de los cuerpos llega a las nubes y están lloviendo almas. El tablero se dobla, todas las casillas blancas. Todas las piezas redondas, todas las piezas iguales, ya no hay figuras, el rey es igual que el peón. Mar en calma, denso y multiforme, el juego parece estar parado. La carne entra en éxtasis. Los huesos quieren traspasar la carne, el sujeto flota, ha aprendido a levitar. Se va a dar cuenta, los demonios se tiran de los pelos, uno menos que cruza el puente, uno más que se petrifica para que le pasen por encima.

Dulce aroma a tierra mojada, el hombre se vuelve raíz. La pieza blanca salta en diagonal, está cerca, parece inevitable. Se cierran las apuestas, alguien hoy se hace rico. El neandertal se dispone a salir de la cueva, la tierra está temblando. Las piedras saltan de un sitio a otro en el interior. Se tambalea y se cae, manos invisibles le ayudan a levantarse y a agarrarse a las rocas de las paredes. Un diplodocus corre por la arena virgen de la playa, es él quien causa el temblor. Se pierde en el horizonte y los cocos saltan en la arena, se abren y de su interior sale vino.

El pitido de la máquina a la que está enchufado se vuelve continuo. La ficha puede moverse ahora por todo el tablero. El juego acabó y él ganó la partida.