J. había metido a un individuo en casa, le había alquilado una habitación. No le hacía falta el dinero, y tampoco le sobraba la habitación; pero allí estaba aquel tipo, sentado en su mesa, con su albornoz puesto y bebiéndose su café. El tipo necesitaba unas cuantas tazas de café para despertar, era un auténtico gasto, y también económico.
Estaba todo el día haciendo tonterías: jugando con el móvil, viendo la televisión, metido en internet, ojeando redes sociales, viendo las noticias… alimento de los infiernos para trastocar el alma. Le caía realmente mal, podríamos decir que no lo soportaba, y cada vez se le hacía más difícil la convivencia con él. No recordaba cuanto tiempo llevaban viviendo juntos, pero le estaba cansando.
No podía echarlo, porque el tipo había firmado un contrato y él ni siquiera encontraba la copia. No sabía de cuánto tiempo era el contrato y tampoco sabía las condiciones; el inquilino imponía las normas haciéndose valer del contrato y él tenía que creerle y obedecer mientras buscaba su copia. Cada día la buscaba, revolvía todos los cajones y ponía todos los muebles patas arriba; pero el contrato no aparecía, es como si hubiese desaparecido.
Cada día salían nuevas claúsulas y se cancelaban otras, todo siempre en beneficio del molesto inquilino: J. ahora tenía que suministrarle mariguana. Cada día tenía que bajar a comprar para servirle, luego el inquilino se hartaba a fumar y le echaba el humo en la cara a J. Fumaba y fumaba y agotaba hasta el último resquicio, no sin antes prometerle a J. que ese sería el último día que fumase. Mentía, al día siguiente J. tenía que bajar a comprar de nuevo.
Mariguana de interior, índica y sativa, sativa para el día e índica de noche; el individuo formaba en casa auténticas humaredas. J. no quería colocarse, pero su inquilino no le dejaba opción.
Le impedía ir a entrenar y a divertirse con sus amigos, solo le permitía ir a trabajar. También le dejaba traer mujeres a casa, pero siempre le incordiaban y las acababa echando. Se sentaba en el sofá al lado de ellos y empezaba a hacer gestos obscenos, a rascarse el paquete y a murmurar barbaridades en voz alta. La pareja se sentía incómoda y al final la chica se acababa marchando.
—¿Por qué siempre haces lo mismo? —preguntaba J.
—No me gusta que seas feliz y me dejes de lado. ¿Qué te has creído? Yo también tengo derecho a divertirme, ¿no crees?
—¿Y son estas tus maneras de divertirte?
—Tengo otras peores. No quieras saberlas…
J. después de las discusiones se encerraba en su cuarto y se ponía a revolver los cajones buscando el contrato. —Tiene que estar en alguna parte. ¿Dónde cojones lo habré metido? ¿Y cuándo lo firmé? No recuerdo nada. Menuda tortura de inquilino he ido a meter en casa. ¡Quién me mandaría a mí alquilar la habitación!
Nunca encontraba la copia y acababa agotado y con dolor de cabeza de tanto buscar, por lo que caía rendido en la cama hasta el día siguiente; esto en el mejor de los casos, otras veces pasaba la noche en vela a causa del insomnio. A veces el inquilino abría la puerta y se acostaba en la cama a su lado. J. cerraba fuertemente los ojos y tapado con la manta hasta las orejas se concentraba en no moverse lo más mínimo, en no hacer un gesto, ni un ruido.
El inquilino le dejaba dormir hasta que no pudiese más, ese era su único consuelo: el sueño. Todo el tiempo que estuviese metido en la cama era tiempo que no estaba junto al inquilino. Era el tiempo que le daba la vida, y el que le impedía quitársela: la cama y los sueños le alejaban del suicidio. Había un mundo onírico maravilloso lejos de aquel bastardo que se estaba adueñando de su hogar. No podía estar eternamente en la cama, pero procuraba despertarse después del mediodía. El inquilino esperaba en el salón.
—Ve a comprarme la comida.
—Buenos días. Podría cocinar de vez en cuando, nos estamos acomodando, y mis sentidos se merman.
—No me gusta como cocinas; ve a comprarme la comida, he dicho.
—Está bien, está bien.
J. se ponía un pantalón y una chaqueta encima del pijama para bajar a comprar algo de comer. El inquilino le impedía arreglarse más y comprarse ropa, no consumía todo su dinero, pero sí toda su energía.
—Y no le digas a nadie que vivo aquí. ¡Nunca!
J. bajaba a la tienda de pollos y compraba un pollo y medio.
—Hombre, J., tienes visita.
—No, no. Es para mí, tengo mucha hambre.
—Vaya, cualquiera lo diría. ¿Dónde lo metes? Estás en los huesos.
—Dame también doce canelones para la cena.
El pollero miraba confundido a su ayudante mientras le servía la comida. J. miraba los carteles de la comida intentando disimular.
—Gracias, adiós, Kerny.
—Adiós, J.
Subía de nuevo las escaleras hacia su hogar, fatigado y demacrado, pesándole las rodillas y los pómulos.
—Ya estoy aquí.
—Veamos, ¿qué has traído? ¡Oh! Qué bueno todo, buen chico; vamos a comer.
Sentábanse los dos a la mesa, uno frente al otro y con la televisión apagada: el inquilino no le dejaba ponerla; le molestaba, era una distracción.
—¿Qué piensas hacer con tu vida, J? —Le preguntaba.
—Pues no lo sé, la verdad.
—Así no puedes seguir, estás hecho una mierda.
—Lo sé, lo sé…
—Y si lo sabes, ¿por qué no haces algo para remediarlo?
Si pudiera encontrar ese maldito contrato y echarte de aquí a patadas sería todo mucho más fácil, pensaba para sí.
—Sí, debería; quizá mañana.
—Eso es, mañana. Mañana será un buen día.
Acababan de comer y J. volvía a meterse en la cama para echarse la siesta: otro rato más de libertad.
En los sueños peleaba contra su inquilino. Se le aparecía con una alabarda y una armadura metálica con calaveras; él portaba un machete de campamento y un pantalón de cuero roto, sin camiseta. Siempre le impedía el paso hacia algún lugar maravilloso; esta vez era una biblioteca que estaba en la cima de una pirámide con escaleras. Todo el mundo subía y bajaba por los costados con total libertad y él tenía a su verdugo en frente, tres escalones más arriba, sacándole medio metro de altura (aunque en la vida real era más bajito) y mirándole inquisitoriamente.
—No pasarás.
—Vamos, déjame subir, tengo que coger un libro.
—No cogerás nada. Vuelve mañana; quizá mañana te deje pasar.
J. se negaba a pelear con su machete contra aquel individuo fuertemente armado, así que se dio la vuelta, cabizbajo. Luego se puso a andar por aquel desierto mientras daba patadas a las piedrecitas del camino.
—Maldito rufián. Lo odio. Nunca está dispuesto a colaborar. Me encantaría ahogarlo con mis propias manos y que dejara de respirar. Pero es tan fuerte, y va tan armado…
Un pájaro pasa volando a gran velocidad muy cerca de él y susurra:
—¿Y quién lo armó? —Entonces despierta.
Abre los ojos como platos y se incorpora en la cama, mira el reloj: las cinco de la tarde.
—¿Y quién lo armó? —piensa—. ¿Y quién lo armó?, ¿quién lo armó? ¡Yo lo armé! Y como lo armé puedo desarmarlo; ahora mismo vuelvo a la base de esa pirámide y acabo con él.
Se acurrucó y volvió a intentar dormirse para recuperar aquel sueño, pero en lugar de en aquel desierto apareció en medio de una gran ciudad. Llevaba un mapa en las manos, era un turista en una ciudad extranjera: estaba buscando el gran templo. Caminó desorientado un par de manzanas hasta que tomó conciencia de dónde estaba y para qué. Luego preguntó a un transeúnte con el dedo índice puesto en el mapa.
—Perdone, ¿el gran templo?
El transeúnte se giró hacia él y se sobresaltó al ver que no tenía rostro, en lugar de eso tenía una sombra negra en forma de espiral. Le espantó la imagen y cruzó la calle. Una vez en la otra acera preguntó a otro.
—Perdone…
Tampoco tenía rostro, y este había avanzado varios pasos hacia él; esta vez escapó corriendo.
Llegó a una parada de autobús donde había varias personas, entre ellas la que pensó que era una dulce abuelita, de espaldas. Tocó su hombro y la anciana se giró. Ni siquiera le dio tiempo a preguntar, se marchó corriendo de nuevo. Allí nadie tenía rostro, estaba atrapado en el mundo de las sombras.
Corrió y corrió hasta llegar a un gran parque con un lago en medio donde nadaban tranquilos los patos. Le pareció un buen lugar para esconderse entre los arbustos.
—Dios mío, ¿qué me está pasando? ¿Dónde estoy? Me encuentro atrapado.
Entonces apareció: el único hombre con rostro de la ciudad, su inquilino. Portaba ropas andrajosas sobre su cuerpo encorvado y llevaba un cartón de vino en la mano izquierda, parecía un mendigo.
—¡Ah! Y ahora tú. ¿Qué haces aquí? ¿Qué buscas?
—Yo no busco, eres tú quién buscas. Vengo a enseñarte el templo.
—¡No! ¡No! ¡Tú no!
Se levantó de entre los arbustos y se puso a correr de nuevo hasta que despertó. Las seis y media: hora del café.
El inquilino como siempre en el sofá.
—Hora de la mariguana, amigo.
—¡Pero si dijiste que no fumarías más!
—Lo sé, lo sé. Digo muchas cosas. He intentado no hacerlo, ya ves qué horas son, pero no puedo evitarlo por más tiempo, lo necesito. Hoy es el último día, te lo prometo.
J. se ponía la misma ropa encima del pijama y bajaba a la calle en busca de su amigo Will, el colombiano que le proporcionaba el sedante verde. En unos diez minutos llegó a la puerta de su casa. Timbró varias veces y nada, Will no contestaba. Lo llamó por teléfono:
Este es el contestador automático de…
—Mierda —se dijo—, ¿a dónde coño voy ahora? —Richard, segunda opción; tenía que coger el metro un par de paradas.
Entró al subterráneo y pegó un salto en la valla de acceso, luego bajó y esperó en el andén.
—Lo que tiene que hacer uno para alimentar a semejante imbécil —pensaba…
Ya en casa, el inquilino fumaba a pulmón estirado en el sofá: cogollos de un gramo en cada porro. Al exhalar el humo creaba nubes en el techo del salón. J. contemplaba la escena sin dar crédito.
—¿Era esto lo que tanto necesitabas?
—Mierda, sí. No sabes lo bien que sienta.
—Y mañana querrás más.
—No, no, mañana no. Hoy me hincho y mañana me levantaré aturdido y sin ganas de nada. Será el momento de dejarlo, descuida.
—¿Te caliento los canelones?
—Por favor.
J. no se creía una palabra de lo que aquel parásito decía, le había engañado tantas veces que había perdido la confianza en él. En él y en el ser humano en general.
La hora de la cena era diferente a la comida, los dos estaban agotados de haber vivido un día más. Había más distancia entre ellos, más distancia hasta el plato, más distancia hasta el tenedor; todo era más caótico y tenía menos sentido. Las sombras de la noche les hacían confundir la realidad con la ficción, y eso era lo único bueno de la cena.
—Deberíamos matar a tu jefe, ese tipo no me cae bien —sugirió el inquilino.
—A mí tampoco, pero acabaríamos en la cárcel.
Siguieron masticando. Entre el silencio solo se escuchaba el ruido de las mandíbulas chocando con la comida.
—Y a algún compañero también. No me caen bien esos lameculos.
—Ni a mí, pero no lo veo suficiente motivo como para asesinarlos.
—Bueno, esa siempre será una opción. No lo olvides.
Los canelones eran cortados por el cuchillo, y podían haber sido las extremidades de algún compañero de trabajo.
—Dime, J., ¿crees en la muerte?
—Me aterra la idea de la muerte.
—¿Te gusta esta vida entonces?
—Oh, no. La detesto.
—¿Y no es eso un contrasentido?
—Sí, parece que sí.
El inquilino cogió una gran cantidad de canelones y se los echó a la boca, luego se metió un buen cacho de pan y masticó durante largo rato. Luego tragó todo y dijo:
—Al final no llegaste al templo.
J. soltó el tenedor. Este cayó en un montón de canelones que había en la esquina del plato, sonó como una azada que cava en el huerto. Su cara cambió, se puso pálido de golpe.
—Un momento —dijo—, ¿tú cómo sabes eso?
—Yo lo sé todo, J.
—¿Por qué? ¿Quién eres? — Empezó a ponerse muy nervioso, le temblaba la mano.
—¿Tienes miedo?
—Desde que entraste por esa puerta. ¿De dónde has salido? ¿Y qué quieres de mí? ¿Por qué viniste?
—Bueno, tú me buscaste, ¿recuerdas? Necesitabas un compañero de piso. Yo respondí a tu anuncio, y aquí estoy.
—¡Mientes! ¿Para qué iba a querer yo un compañero de piso?
—Por la soledad. Dijiste que no soportabas la soledad.
—La soledad —repitió J.—, la soledad…
Se levantó, dejando el plato a medias y se dirigió a las escaleras apoyándose en la pared, la casa era un dúplex y las habitaciones estaban arriba.
Su visión se estaba tornando borrosa y se sentía mareado, también tenía fuertes retortijones de estómago. De fondo oía al inquilino murmurar.
Llegó a las escaleras y allí estaba, subido al tercer escalón, en frente de él, impidiéndole el paso.
—¿A dónde vas, J? No has acabado de comer.
—No tengo más hambre, déjame subir.
—¿A dónde vas?
—A mi habitación.
—¿Y el libro? ¿No vas a coger el libro?
Miró hacia la escalera y el inquilino iba vestido con armadura metálica, en sus manos portaba una alabarda.
—¡Oh, no! Es como en el sueño.
—¿El sueño? ¿Qué sueño? El sueño es esto.
J. despertó sudando. El gato estaba subido encima. Un rayo de luz entraba por la ventana de la habitación. Se levantó de un salto y abrió la puerta de la habitación alquilada, allí no había nadie. Luego fue hacia el salón, allí tampoco había nadie, el sofá estaba vacío. Nunca había alquilado aquella habitación.