¿Es libre el pensamiento?, ¿y la expresión? ¿Puedo decir siempre lo que pasa por mi mente? La respuesta es no. Puede que lo que digas no encaje dentro de ningún patrón determinado y sea propio de una mente enferma y retorcida. La gente se te echará encima, te harán creer que estás mal, que necesitas ayuda médica…
Ayuda médica para reinsertarte en la sociedad, para volver a ser como ellos. Aléjate, chico, y no mires atrás; aléjate de esos matasanos y esos maestros del mundo onírico, tú ya has sido como ellos. Arcontes de carne y hueso, malabaristas mancos y trapecistas cojos, guardianes de los códigos del programa base. Huye tan lejos como puedas y no mires atrás.
No les culpes a ellos, funcionan por impulsos, igual que tú; ellos solo son tu reflejo, son la energía que les trasmites. Estás atrapado y ellos lo notan; no se dan cuenta, pero lo notan. Detectan tu cautiverio… y tu intrusismo.
Ellos custodian el servidor: están programados para defenderlo con su vida misma; creen que su vida es el servidor, y se la están perdiendo. Igual que tú te la pierdes, pensando en ello.
Te pierdes en tu mente, es ella quien dirige tu vida.
Te pierdes en el tiempo; ya lo harás mañana, pero el mañana no existe. Nunca lo harás, nunca lo has hecho. No debes culparte, solo debes saber que tú también estás programado, y merodeas por los alrededores del servidor, haces bulto en sus ejércitos.
El programa base fue creado hace miles de años por un linaje de vampiros de Oriente Medio, los primeros prestamistas. Sus lacayos no están asalariados, ni siquiera saben que son lacayos: tú podrías ser uno de ellos. Hacen el trabajo sucio, gratis y con gusto; a veces se pelean por hacerlo. Se pisan unos a otros para llegar a su fin; su fin, una mirada al espejo con ochenta años y una lágrima recorriendo su mejilla arrugada en zigzag hasta acabar en el suelo, unos segundos eternos que hacen de reclamo al llanto.
No hay nada más triste que ver a un viejo llorar.
Los vampiros han inventado un país para guardar el servidor: es un país lleno de oro, para despistar. Puede verse oro a donde quiera que mires: en una silla, un cuadro, una columna, un bolígrafo, en el gorro del gobernador… es el país del oro.
El servidor está en una ciudad subterránea, debajo del gran templo: se accede por túneles secretos y está custodiado las veinticuatro horas. Los hombres que llegan a ver el servidor no vuelven a salir de allí, en el país hay servicio de funeraria completo, con cementerio y crematorio. Es un país muy pequeño, un país tapadera, el almacén del servidor, disfrazado de oro. Tiene unos mil habitantes, más o menos como la ciudad subterránea, entre guardianes, esclavos y cobayas humanas; algunos vampiros también viven allí.
Desde allí controlan la bolsa y el mercado financiero, los índices de mortalidad y natalidad; organizan guerras para explotar los recursos de otros países y espían los mecanismos de la población para ajustar los métodos de control. Programadores informáticos insertan nuevos datos en el programa base, sus manos teclean tan rápido como los látigos caen en sus espaldas. Se alimentan de cacahuetes y agua adulterada con orina de orangután, para rendir más y mejor.
El programa a veces falla, es lo que se conoce como déjà vu; eso hace despertar la conciencia de algunos hombres y hace que el programador se quede manco. A veces lo hacen fallar, hackers parasitan el programa y comienzan a controlarlo desde dentro. Los programadores no pueden hacer nada, por muchos latigazos que reciban. Las estrellas empiezan a moverse en todas direcciones y las flores a morir, y a nacer… a morir y a nacer, una vez tras otra, una y otra vez; lo imposible se hace posible cuando el programa colapsa.
Los lacayos, de espaldas sangrantes, no pueden hacer nada para evitarlo; los hackers bailan con los cielos, el cielo baila con los hackers.
No pueden quedarse a vivir en el programa, deben marcharse, pero prometen volver. Los vampiros saben que volverán, y empiezan a tener miedo. Su propia arma, la tecnología, se les ha ido de las manos. Valientes hombres con antorchas, estacas y cadenas de ajos patrullan las calles y prenden fuego a templos, destrozan tiendas de lujo y sucursales bancarias: el mundo se está rebelando. Intentan silenciarlo introduciendo nuevos datos en el programa y manipulando la información, pero se les está yendo de las manos. Cada vez son más, cada vez más hombres con estacas, cada vez más templos en llamas. Podrían acabar quemando el templo de su preciado país: a esos hombres ya no se les puede infundir el miedo, están dispuestos a morir por la libertad.
Los hackers llevan despertadores en los bolsillos y están enfermos. Contagian a los de su alrededor; los despertadores suenan cada media hora, el himno de la justicia, en la panadería y en el autobús, en el metro y la cafetería. El círculo se expande y a su vez esa gente contagia a otra gente y el círculo se hace cada vez más grande. Hay rumores en las calles, el aire huele diferente. Los vampiros lo saben, y tienen más miedo que nunca.
Han protegido el servidor, muros de hormigón armado, capas de acero y botón de autodestrucción en caso de intrusismo, jamás accederán a los códigos, solo los hackers. Ellos pueden acceder a los códigos cuando quieran, pueden llevárselos a casa y pueden quedárselos para siempre. Los hackers tienen los códigos de la ilusión de la muerte, se han visto vivos ya sin cuerpo. Tiempo atrás el miedo los dominaba, pero ahora saben que el miedo no existe: nadie podrá detenerlos.
Dan clases de informática a padres de familia con antorchas y estudiantes con estacas, todo el mundo en clase lleva cadenas de ajos.
Primera regla: cualquiera puede ser un vampiro. Segunda regla: nada es imposible. Los cristales rotos se recomponen y forman espejos que no hacen justicia a la realidad antes conocida; cuando uno se mira en él sale el reflejo del sujeto que se ha mirado anteriormente. Allí los alumnos pueden comprobar que ellos no son su carne, ni sus mentes.
Lejos de la ilusión aprenden rápido, la mayoría logra parasitar el programa el primer día; el resto, el segundo.
Pocos son los que no lo consiguen nunca: tendrán que volver a sus casas. Acaban siendo devueltos a las masas con vendas en los ojos y tapones en los oídos. Jamás podrán volver, ya han muerto, aunque algunos se resistan a asumirlo.
Las clases avanzan y hay que formar nuevos profesores —algunos alumnos ya son hackers—.
Cuando duermen son más rápidos, visitan maestros y templos de conocimiento. Leen libros de los estantes de Alejandría en sánscrito antiguo y pueden volar hacia el espacio exterior. No pueden morir y lo saben, no habitan sus cuerpos, sus cuerpos están en sus casas, en sus camas, y ellos en Venus. No han vuelto a soñar desde que despertaron, ahora dejan al cuerpo descansar, pero ellos siguen despiertos. Máquinas perfectas de ingeniería, veinticuatro horas al día en funcionamiento, conocimiento prohibido de la fuente mágica… campan a sus anchas por el servidor.
Algunos van a Venus y vuelven después a ser prisioneros de sus cuerpos; dos o tres viajes y algunos entran en crisis —distorsión de la realidad—, comienzan a dudar de si están despiertos —esto no se parece en nada a Venus—.
Unos días en la tierra y vuelven a olvidarse de quiénes son, pero esa espina queda clavada para siempre en sus corazones; sus almas saben que volverán a Venus, como mínimo una vez más, hasta los más ingenuos lo saben.
Vampiros doblegan la voluntad de los hombres débiles y quebrantan sus espíritus, acaban en medio de gentes con perros guía.
Bastonazos para detectar los bordillos, pitidos en los semáforos y rampas por todas partes. Los vampiros facilitan las cosas a los ciudadanos, la gente no los conoce; pero adoran a los cabezas de turco que ponen las rampas, gente bien vestida de dientes blancos, traje y corbata. Nunca te fíes de un hombre con los dientes blancos, y menos si lleva corbata.
Otros aprenden por su cuenta, sin ir a clase; el universo les envía señales. Series de números empiezan a repetirse: creen estar volviéndose locos, miles de números que se repiten por todas partes: 111, 333, 999…
Los nueves son los últimos que ven. Miles de casualidades despiertan algo en la conciencia de los hombres, no puede ser todo casualidad. Empiezan a comprender que el universo se está comunicando con ellos. Todavía no saben por qué, pero no podrán parar hasta averiguarlo. Saben que las señales son algo mágico, algo que quiere salvarles de su cautiverio.
Los más débiles deciden rendirse, se buscan un trabajo y se unen en matrimonio, la atención a los niños no les dejará tiempo para señales. Algunos acaban viéndolas pasados los cuarenta y es demasiado tarde; otros comprenden que nunca es demasiado tarde.
Las últimas señales vienen de los cielos, la confirmación de todas las verdades: debe ser eso a lo que la gente llama Dios. Es el universo que se expresa constantemente, los hombres que no estén demasiado ocupados podrán darse cuenta. Una vez se den cuenta comenzará la interacción con los cielos y empezarán a ser los dueños de sus vidas. Ya nada podrá frenarlos, futuros habitantes de Venus.
Entonces se acabaron las señales. No pueden verlas porque la señal son ellos. Ya no buscan más, han visto al cielo bailar y han estado en Venus; no esperan ni necesitan nada, solo estudiarse a sí mismos; todavía no se conocen, han vuelto a nacer.
Distinguen a los hackers por la calle y los huelen a kilómetros, algo los lleva hacia ellos. Los hackers los reconocen cuando los ven llegar, ellos ya los habían visto antes. Llegan recelosos, el aprendizaje es lento, algunos tienen disputas con sus maestros. Los hackers tienen paciencia infinita y saben calmarlos, aunque algunos alumnos abandonan y no vuelven jamás; otros vuelven pasado un tiempo: los hackers siempre estarán ahí cuando se les necesite.
El programa base no puede soportar mucha carga, no puede haber operando en él demasiada gente, si no podría autodestruirse.
Los vampiros no se pueden salir, por lo tanto, su labor es evitar que entre la mayor cantidad de gente posible.
Saben que no podrán detener a los hackers, por eso extreman los métodos de control con la ciudadanía para que entren cada vez menos ciudadanos porque, al parecer, cada vez hay más hackers. Si ellos salen del programa alguien podría tomar el mando del panel de control y eso es muy peligroso: ahí se encuentra el botón de autodestrucción del servidor… podría ser el fin, del mismo modo que si hubiera mucha gente operando en él también se autodestruiría. Hay que insertar nuevos datos y códigos en el programa a diario, los programadores trabajan a destajo.
Las calles siguen en llamas, humo y sirenas por todas partes. El pueblo contra la policía, siervos del estado y defensores de los ricos. Barricadas con contenedores en llamas y furgones volcados. Ha muerto gente en París luchando por la libertad. La gente ha llevado una guillotina a los Campos Elíseos y un muñeco con la cara del presidente, todos con antorchas, estacas y cadenas de ajos. No podrán frenarlos, no podrán matarlos ni silenciarlos a todos. Tendrán que hacerles ver que les dan lo que piden.
Siervos del estado golpean a abuelitas y lanzan piedras a los manifestantes, cuatro defensores de los ricos han rodeado a un manifestante radical e intentan meterle la porra por el culo delante de los demás. Llueven botellas y palos y al final tienen que soltarlo. Ha puesto su culo a salvo, pero no todos serán tan afortunados. Hombres se juegan el culo por la libertad, y el culo es lo más preciado que tiene un hombre: es el principio del fin.
Algunos hombres de poder no pueden soportar la carga de conciencia y se rebelan, intentan apartarse de sus cargos y mueren a los dos meses. Se insertan datos de suicidio en el programa base y se les atribuye un pasado oscuro. El día que se rebelen los programadores se acabó el juego. Algunos huyeron en el pasado y consiguieron sobrevivir: ahora son hackers.
Hace mucho tiempo que no escapa ninguno, han extremado las precauciones desde la última fuga. Lo capturaron ante de los ojos de todo el mundo, saltándose todos los protocolos y las leyes que ellos mismos dictan. Ahora está en una prisión de máxima seguridad: tiene los códigos de la libertad con él.
Los hackers tienen al pueblo en su contra, demasiada inconsciencia colectiva, todavía no pueden actuar. Decodifican los cielos y envían señales a los hombres, tienen que abrir el camino así.
Al parecer funciona, poco a poco se va sobrecargando el servidor, demasiada gente metida dentro. Los hombres que han visto señales en las estrellas están allí, los hombres con antorchas y estacas están allí, los hackers también.
Los vampiros no pueden hacer nada para impedirlo. Año 2036, se acaba el mundo para ellos. Deben salirse del servidor, dan orden a los programadores. Han liberado al activista número uno. Platillos volantes salen de la cúpula del templo del oro, es hora de actuar.
Los hackers toman el mando del programa, la gente con antorchas está entrando en el pequeño país del oro, el tiempo se acaba, está a punto de detenerse. Los programadores salen con las manos en alto, el gobernador no entiende lo que está pasando, una tropa de descerebrados está invadiendo su país, y lo que es peor, los platillos volantes lo han dejado allí.
En Europa y en América la gente está en las calles. Han cortado la cabeza al presidente de Francia, la historia se repite. El dólar y el euro se han devaluado, valen lo mismo que un bolívar. Ha vuelto el trueque y se ha dejado de lado la especulación, los hackers están ya metidos en el panel de control.
Detienen las guerras y paran las fábricas, se decreta el estado de quietud en todo el planeta. Destruyen las bases militares de los antiguos países, ya no existen los países: desde ahora todo será Gaia. Tumban la bolsa y el mercado financiero, multinacionales se van a la quiebra en veinticuatro horas.
Han cogido a los líderes de los vampiros, están atados de pies y manos en la plaza del pequeño país, detrás está el templo reducido a cenizas; algunos hackers están en los subterráneos.
Delante de los vampiros está la guillotina, todavía con sangre reseca del presidente francés. El gobernador ya ha comprendido lo que pasa.