LA JEFA DEL JEFE

Jerry era el consejero delegado de una importante multinacional. Acababa de salir de una reunión en la que proponían subcontratar algunos servicios de la compañía para embolsarse un dinero extra a repartir entre los directivos y accionistas. Miró su reloj de oro: las cinco en punto. Había salido tarde de aquel alto edificio, demasiado tarde.

Bajó al aparcamiento y pasó frente al guardia de seguridad. Este lo saludó, pero no recibió respuesta. Jerry se subió en el asiento de atrás de un Mercedes con los cristales tintados y chasqueó los dedos.

—A casa, Sebastián, rápido.

Sebastián llevaba esperando un par de horas en el coche. En realidad, se llamaba Roger, pero a él le gustaba llamarle Sebastián. Arrancó el motor y marcharon.

Jerry tenía varios pisos alquilados en el centro de la ciudad y otros tantos en la playa, una casa en Mónaco y otra en París, una en Buenos Aires, otra en Nueva York y otra en una urbanización de la parte alta de Barcelona, allí era donde lo llevaba Roger.

—¿Cómo ha ido la reunión, señor?

—Estupendamente, Sebastián. Hemos preparado una jugada maestra para embolsarnos unas cuantas pelas.

—Muy bien hecho, señor.

—Sí, Sebastián, sí…

El chófer conducía por el carril bus mientras Jerry contemplaba tras sus cristales tintados las minifaldas y los escotes de las señoritas.

—Mira las faldas de esas mujeres, Sebastián. ¿Es que no les da vergüenza?

—Parece que no, señor.

—¿Cómo se atreven? Son todas unas guarras, ¿verdad, Sebastián?

—Verdad, señor.

En veinte minutos estaban en casa, el chófer lo dejó en la entrada y se marchó. Jerry cruzó la puerta de su casa y fue recibido por la sirvienta.

—Buenas tardes, señor.

—Hola, Devislaba.

Tampoco se llamaba Devislaba, se llamaba María del Carmen.

María del Carmen lo acompañó hasta el salón y le sirvió una copa de bourbon que el señor se bebió mientras hacia una llamada muy importante sentado en su sillón de cuero púrpura. Luego chasqueó los dedos y la sirvienta volvió con la botella de bourbon. Le llenó el vaso de nuevo y él le dio un solo trago antes de subir con el vaso en la mano las escaleras de caracol para llegar a la habitación.

Cruzó la puerta de la habitación y un zapato voló hacia su cabeza, lo esquivó por poco. Una mujer se levantó de la cama y se le puso enfrente para pegarle un bofetón.

—¿Dónde has estado, cerdo?

—En una reunión, mi ama.

—¿Reunión? Te voy a dar yo a ti reunión, ¿sabes quién se va a reunir? Mis zapatos con tus huevos.

—Oh, oh.

La mujer le pateó los testículos, él dio un pequeño brinco y se le cayó la copa al suelo, el cristal se rompió y se derramó el bourbon. Luego se llevó las manos a sus partes y suspiró.

—Deja de lamentarte y ponte de rodillas, cerdo repugnante.

El hombre obedeció y se arrodilló sobre los cristales mientras la mujer fue a cerrar el pestillo de la habitación. Cuando volvió lo agarró del pelo y le escupió en la cara. Después le pegó un guantazo, esta vez de revés, que provocó un corte en su labio.

—Ahora me vas a limpiar los zapatos, para que estén bien brillantes cuando te pise los cojones.

—Sí, mi ama.

—Con tu camisa. ¡Quítatela, vamos! —dijo antes de volverle a escupir.

Jerry se quitó la camisa y empezó a frotar los zapatos de su ama.

—Con más brío, estúpido.

Jerry frotaba más y más fuerte.

—Muy bien, ahora el otro.

Jerry limpió el otro.

—Ahora desnúdate, quítatelo todo.

Jerry se quitó los zapatos, los pantalones y los calzoncillos y se quedó en calcetines.

—He dicho todo, estúpido, los calcetines también.

Jerry agachó la cabeza para quitarse los calcetines y recibió un puñetazo en la nuca.

—Dámelos —dijo la mujer.

Se los dio y esta hizo una pelota con uno y se lo metió en la boca a Jerry. Luego lo empujó y cayó al suelo. Ella se tumbó encima y lo cogió del cuello, asfixiándolo.

—Que sea la última vez que intentas tomarme el pelo, ¿estamos? Pedazo de puerco.

Jerry movió la cabeza de arriba abajo, asintiendo. Se llevó otro guantazo.

—Se dice «sí, mi ama».

—Fí, fi ama.

—Eso está mejor.

La tipa se incorporó y ordenó a Jerry quedarse tumbado boca arriba, él obedeció.

—Vamos a ver cómo están esos huevecitos de marica.

La mujer se agachó y palpó los testículos de Jerry con las dos manos, los examinó y le pellizcó el escroto. Se alzó un poco cogiendo su huevo izquierdo con la mano y lo pisoteó con el tacón de aguja. Jerry se impulsó hacia arriba y se le dilataron las pupilas. Ella le pegó un guantazo para que se calmase y le pisó el huevo derecho. Repitió la operación varias veces mientras Jerry se revolvía en el suelo gritando y recibía guantazos por ello.

—Ahora puedes subir a la cama.

Jerry subió arrastrándose y ella sacó unas cuerdas de los cajones y empezó a atarle las muñecas al cabezal de la cama y los pies a las patas de la parte inferior. Jerry quedó allí tumbado, con el calcetín sudado metido en la boca.

La mujer encendió un cigarro y se sirvió una copa de vino antes de sentarse junto a Jerry. Entonces se acercó a su oído y le dijo:

—Hoy me he reservado para ti. Me llevo cagando desde esta mañana y no he cagado por esperarte, puedes estar contento, pedazo de mierda.

El tipo empezó a revolverse y a poner caras, pero no era capaz de hablar con el calcetín en la boca.

—Toda la mierda para ti, estúpido puerco —dijo mientras le quemaba el pezón con el cigarro y Jerry se retorcía.

Luego le quitó el calcetín de la boca y le dio una calada a Jerry, pero le apartó el cigarro antes de que acabase de llenarse los pulmones.

—Quémame el otro pezón, hay que equilibrar —dijo él.

—¡Que te calles! Aquí soy yo quien da las órdenes —contestó dándole un manotazo en la cara—. Ahora te dejaré sin equilibrar.

—No, por favor, ¡eso sí que no! ¡Sin equilibrar no!

Ella hizo caso omiso y le metió el calcetín de nuevo en la boca. Jerry parecía estar a punto de llorar.

Ella apagó el cigarro en el pecho del hombre, rodeó la cama y se acercó a las muñecas.

—¿Te aprietan?

Jerry asintió con la cabeza y ella apretó un poco más los nudos.

—¿Y ahora?

Ahora había torcido el gesto y ya no contestaba, la mujer decidió que así estaba bien y apretó los otros tres.

Después se deslizó gateando por la cama hasta llegar a los oídos del hombre.

—Ahora viene lo bueno, cariño.

La mujer se puso de cuclillas encima de él y empezó a apretar. Pronto una gran cagada cayó en el pecho del hombre y la mujer se meó de la inercia, el chorro iba directo hacia su cara. El calcetín de su boca se empapó y el hombre se empezó a ahogar, la mujer tuvo que quitárselo antes de que se empezara a poner morado.

Jerry cogió aliento mientras olfateaba el aire y ella se echó un poco más hacia delante haciendo un último esfuerzo. La mierda le cayó esta vez directamente en la boca, le golpeó el paladar y se pegó en sus muelas. Le empezaron a entrar arcadas, una tras otra, tosía y se le saltaban las lágrimas.

—Mastica, cerdo —ordenó ella.

Jerry masticó un poco entre arcadas, tos y lágrimas, pero se estaba ahogando. La mujer tuvo que cortar una de las cuerdas con un cuchillo del cajón para que se pudiese incorporar a escupir mierda.

Tosió, vomitó y escupió mierda un buen rato mientras ella lo miraba desde lejos con cara de asco. Cuando se recuperó un poco le dijo:

—Vamos, vete a la ducha, das asco. Ahí tienes el cuchillo para liberarte, yo no me acerco a ti, apestas.

El hombre cortó las cuerdas de la otra muñeca y de los pies y entró en el cuarto de baño que había en la habitación. La mujer abrió la ventana y encendió otro cigarro.

—Y lávate bien los dientes, ¡guarro!

El hombre se metió en la ducha y salió al cabo del rato con el pelo hacia atrás y un albornoz blanco.

—Oh, vamos —dijo la tía —, ¿quién coño te has creído que eres? Maldita uva pasa. Ponte ahí a cuatro patas, ¡perro!

El hombre se puso en la cama a cuatro patas y ella abrió el armario para sacar de dentro un látigo de esparto y un gran dildo de color rosa.

—Ya puedes empezar a pajearte, sucio degenerado, yo no te tocaré más que para fustigarte con el látigo.

El tipo se echó la mano a sus partes y se la empezó a menear mientras ella dejaba caer el látigo sobre su espalda y su culo, lacerándole el lomo y las nalgas.

—Te gusta esto, ¿eh perro?, te gusta que te fustiguen a cuatro patas.

—Oh, sí, sí.

Le pegó varios latigazos con todas sus fuerzas.

—Se dice: «sí, mi ama».

—Oh, perdón, mi ama.

—Eres un guarro. Lo sabes, ¿verdad?

—Sí, mi ama, lo sé.

—Un ser despreciable de la peor calaña.

—Eso es lo que soy.

—Un bicho raro, un enfermo.

—Oh, oh.

Entonces la mujer escupió en el dildo, se lo puso en el ano a Jerry y apretó para introducírselo. Entró fácil hasta la mitad, Jerry tenía el agujero del culo forzosamente dilatado. La mujer esperó unos instantes a que el culo se acostumbrara y entonces empujó más fuerte para meter el resto. A Jerry le entró un espasmo, treinta centímetros de plástico estaban dentro de él, golpeando su intestino.

Le temblaron un poco las piernas y siguió pajeándose mientras la mujer metía y sacaba el dildo de su cavidad anal y le fustigaba el lomo con el látigo; Jerry estaba muy cachondo.

—Eres un perro, mírate ahí a cuatro patas haciendo guarradas.

—Oh, oh.

Sacó el dildo de su culo, estaba marrón de la mitad para arriba. Le azotó con él en la espalda y se lo acercó a la boca.

—Chupa esto, perro —le dijo.

El tipo le dio un lametón a la mierda y puso cara de asco. Ella le golpeó la mandíbula con el cacharro.

—Que chupes bien, imbécil.

Entonces el tipo empezó a mamar aquella cosa mientras ella lo empujaba hacia su garganta y le entraban arcadas al golpear la campanilla. Empezó a salivar y sus ojos lloraban.

Ella le propinó un puñetazo en sus partes.

—Deja de pajearte, cerdo, ahora solo chupa.

—Oh…

El tipo chupaba aquella cosa llena de mierda y ella lo sacaba de su boca para golpearle con él en la cabeza o clavárselo en el pecho. La última vez se lo clavó en el estómago; el tipo se agachó y recibió un dildazo en la nuca. Luego lo agarró del pelo y el dildo volvió al culo, su lugar favorito.

Se lo introdujo con fuerza un buen rato y luego lo puso boca arriba, le ató los huevos con un hilo de cobre y él se empezó a masturbar mientras la mujer le pellizcaba los pezones con un alicate. Se siguió pajeando hasta correrse mientras ella le retorcía los pezones con aquella herramienta y era insultado vilmente, como a él le gustaba. Jerry era un enfermo, un enfermo que mitigaba su enfermedad con cosas enfermas.

Después de correrse cayó rendido, con los brazos en cruz y la lengua fuera, estaba mareado y jadeaba como un perro, como el perro que era.

—Me voy, señor Henderson, tengo prisa.

—Oh, sí, sí, mi ama.

Jerry se levantó y cogió la cartera del bolsillo trasero de su pantalón, sacó cinco mil dólares y se los dio a su ama. La tenía a nómina, pero esto era un extra, por el trabajo bien hecho.

—Muchas gracias por todo —dijo él.

—Es un placer, señor Henderson —dijo ella.

Y se fue. Y el señor Henderson se hizo una paja pensando en lo que acababa de ocurrir: todavía le sangraban los pezones.