NADA QUE PERDER

Troy llevaba más de veinte horas conduciendo y se estaba quedando sin gasolina. Había pasado en reserva por delante de la última gasolinera hacía casi dos horas. Conducía de noche por aquella carretera desierta, entre el rocío y el canto de los grillos, con la luna como única espectadora. En la radio sonaba música country y llevaba un paquete de cervezas en el asiento del copiloto: quedaba una. Se estaba bebiendo otra mientras conducía y las diez restantes las había lanzado vacías por la ventanilla varios kilómetros atrás. La ranchera empezaba a ahogarse, tuvo que reducir la velocidad y bajar una marcha. Estaba a punto de quedarse tirado en medio de la carretera cuando vio unas luces al fondo.

Por desgracia no era una gasolinera, pero por suerte era un puticlub. Aparcó su vieja ranchera y fue hacia la puerta, allí había un tipo alto y fuerte que tenía pinta de controlador de accesos.

—Buenas noches, caballero —le dijo.

Troy lo miró de arriba abajo, con mala cara, después escupió al suelo y contestó.

—¡Ni buenas noches, ni hostias!

Entró en aquel antro inmundo. Todo era de color azul: sentía que se mareaba si centraba la vista en algún lugar concreto, tenía que cerrar un ojo para ver con claridad. Se acercó a un taburete y pidió una copa de wiski, no le vendría mal un descanso. Estaba cruzando el país para ir a casa de su tía abuela Angie, la única persona en el mundo que le soportaba. Su mujer lo había echado de casa, otra vez. Bebió un poco y llamó a la camarera de nuevo.

—Ey, muñeca, ¿hay camas aquí?

—Claro que hay, ¿o qué crees, que follamos en el suelo?

—¿Tú también follas?

—Claro que follo.

—Está bien, vamos a que te eche un polvo y me acueste un rato después.

Troy apuró la copa y se limpió la comisura de los labios con la manga de la camisa. La chica salió de detrás de la barra y lo cogió del brazo. Él la cogió del culo.

—Jamás hubiera adivinado que fueras puta.

—Mi abuela tampoco lo adivinaría. Anda, sígueme.

La chica se puso a andar y Troy fue detrás. La siguió escaleras arriba mientras le miraba el trasero y subieron hasta un pasillo lleno de puertas con paredes de madera. La chica se detuvo frente a una de las puertas, sacó una llave del pantalón y la abrió.

—Adelante, ponte cómodo.

Troy cruzó el umbral de la guarida del sexo, aquel sitio olía a goma ácida. Solo había una cama, una mesita de noche, un mueble en frente y un espejo, más que suficiente.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Troy mientras se desabrochaba la camisa.

—Jenn, ¿y tú?

—Me refiero a tu nombre real.

—Jennifer.

—Yo me llamo Troy. Troy el carroñero.

—¿El carroñero?

—Sí, así me llaman.

—Bueno, ¿y qué más da el nombre? ¿Quieres una raya?

Jenn había sacado una bolsa de cocaína y estaba echando un poco en la mesita de noche. Cogió una tarjeta de crédito y se puso a hacer rayas. Luego sacó un fajo de billetes de su escote y separó uno de veinte para enrollarlo. Esnifó una de las rayas y le pasó el billete a Troy.

—Y cuéntame, Troy, ¿por qué te llaman el carroñero?

—¿No decías que daba igual el nombre?

—Me ha entrado curiosidad. —En realidad era por la cocaína, tenía un efecto instantáneo.

—Es por mi alimentación.

—¿Tu alimentación?

—Sí, ya sabes: comadrejas, gaviotas, algún gato…

Troy esnifó su raya, quedaban cuatro más.

—Uf, nena. Esto está bueno.

—Lo sé. ¿Comes gatos? ¿Y cómo piensas pagarme?

Descuida, tengo dinero, pero es que en la parte de atrás de mi casa había muchos. Saben a pollo.

—¿Había? ¿Es que te los comiste todos?

—No, es que ya no vivo allí.

—Está bien, nada de besos, ¿estamos?

La chica sacó una cajetilla de tabaco y encendió un pitillo, luego le ofreció uno a Troy. Este lo cogió y la chica encendió el mechero. Troy acercó su bocaza de carroñero y dio una gran calada. Después se sentaron en la cama a fumar. Troy se estaba empezando a notar la mandíbula inquieta, la mercancía era de gran calidad.

Acabaron el pitillo y echaron un polvo, un mal polvo. Luego la chica fue directa a la mesilla de noche y esnifó otra de las rayas. Sacó la cajetilla de tabaco y encendió otro pitillo y le ofreció otro a Troy. Después le hizo un gesto para que se metiera otra línea. Troy accedió y se sentaron en la cama de nuevo a fumar.

—Sabes, mi mujer me ha echado de casa.

—Oh, no, no. ¡No me cuentes tu jodida vida!

—Solo he dicho que…

—Me importa una mierda, ¿sabes? Es decir, a mí hacer mi trabajo y pasarlo bien no me importa, pero escuchar historias tristes de gente deprimente me chupa la energía, ¿entiendes?

—Entiendo, sí, pero…

—Oh, cállate. Métete otra línea, pero por Dios, cállate.

Troy se calló y se metió otra raya. Luego dio unos pasos por la habitación de un lado para otro. Sacó su cajetilla de tabaco y encendió uno, le ofreció también uno a Jenn. Esta lo cogió y fumaron un poco más. Troy no dejaba de dar vueltas.

—¿No hay alcohol aquí?

La chica fue directa al mueble que había en frente de la cama.

—Claro que hay, cariño. ¿Wiski?

—Oh, sí, joder.

Jenn sacó dos copas y una botella de wiski. Las llenó por la mitad y le acercó una a Troy.

—Aquí tienes, carroñero —luego guardó la botella en el mueble y se tumbó.

Troy bebió el wiski de un trago y fue directo hacia el mueble, sacó la botella y llenó la copa de nuevo, esta vez hasta arriba. La chica fumaba en la cama, con la copa en la mano y las piernas cruzadas.

Troy bebió un poco y fue hacia la ventana, y luego hacia la puerta, y otra vez hacia la ventana. Parecía nervioso, ¿o lo estaba?

—Pero ¡tú qué te has creído! —estrelló el vaso contra la pared. Gotas de wiski se esparcieron por los aires y salpicaron el techo—. Jodida zorra de mierda ¡Yo no vengo aquí a hablar de mis problemas! — Tenía la mandíbula cuadrada y los ojos salidos de las órbitas. Le temblaban las manos y un párpado.

—¿Qué haces? ¡Para! Me das miedo —dijo ella.

—¿Miedo? ¿Miedo? Una zorra como tú no conoce el miedo; si no, no dirías esas gilipolleces. Zorra, zorra, ¡zorra!

Se acercó al espejo y le dio un puñetazo. El espejo se agrietó, pero no se rompió. Acto seguido le dio un cabezazo. Ahora sí que se había roto: cientos de trozos de cristal cayeron al suelo y sobre la mesa. Troy cogió uno de los cristales más grandes.

—Debería matarme, ¿verdad, zorra? Quitarme de en medio. O mejor aún, debería matar a un rico. Sí, eso es, debería matar a un rico y quedarme con su pasta, así podría follarte todos los días. —Miraba a la chica sujetando el cristal sobre la muñeca de su otra mano, que estaba hinchada por el golpe—-. Y si me mato, ¿quién limpiará todo esto? ¿Te ponen también a limpiar, aparte de servir copas?

Le estaba cayendo un reguero de sangre por el rostro y tenía la mirada perdida, su frente brillaba de los cientos de cristalitos que se habían quedado impregnados en ella a causa del impacto. La chica no decía nada, parecía estar esperando algo.

Troy tiró el cristal al suelo: —¿Qué estoy haciendo? —dijo—, lo siento. —Juntó las palmas de sus manos y se acercó un poco a la chica cuando entraron dos hombres corpulentos en la habitación. Demasiado tarde. El primero lo cogió por los hombros y lo lanzó contra la pared, se estrelló de bruces, no le dio tiempo ni a poner las manos. El segundo lo cogió del pelo y lo levantó. El reguero de sangre había aumentado, ahora la sangre bajaba con furia por su cara, hasta tintar su blanca camisa de rojo. Se lo llevaron caminando escaleras abajo y Jenn se quedó allí, con la última raya de cocaína.

Lo echaron de una patada en el culo delante del controlador de accesos, que reflejaba en su cara una maléfica sonrisa. Troy escupía sangre en el suelo del aparcamiento mientras maldecía su suerte.

Consiguió levantarse y a duras penas fue hacia su ranchera. Abrió el maletero y sacó un tubo de goma rígido y una garrafa. Con eso en la mano se acercó a un Volkswagen azul que estaba aparcado en batería. Miró a un lado y a otro y le abrió el depósito. Dejó la garrafa en el suelo, metió el tubo dentro y chupó el otro extremo haciendo el vacío, estaba dispuesto a robarle a ese coche hasta la última gota de gasolina. La garrafa iba por la mitad cuando se escucharon unos gritos.

—¡Eh! ¡Tú! ¡Desgraciado!

Un hombre con sombrero de vaquero se acercaba corriendo hacia él, parecía llevar algo en la mano. Troy siguió a lo suyo, como quien oye llover. Cuando el hombre estuvo lo suficientemente cerca se dio cuenta de que llevaba una pistola: le apuntó al cuerpo.

—Suelta eso, maldita cucaracha.

Troy giró lentamente la cara y miró con expresión agotada al tipo, luego miró la pistola y luego al tipo otra vez, y soltó el tubo. Salió un gran chorro de gasolina que le empapó el pantalón y el tubo cayó al suelo.

—¿Cómo te atreves, maldito bastardo? ¡Devuélveme mi gasolina!

—Está bien, está bien. No se altere, jefe.

Troy metió el tubo en la garrafa e hizo la operación a la inversa, chupó el tubo y luego lo metió al depósito. Vació de vuelta hasta la última gota.

—Lo ve, ya está, no hay porque ponerse nervioso —dijo.

—Buen chico. Ahora reza para que no te pegue un tiro.

—¿Qué?

—¡Que reces! —el tipo quitó el seguro del arma.

—Está bien, está bien. Padre nuestro, que estás en los cielos, santificado sea tu nombre, venga a nosotros… pecadores… em…

—¿No sabes rezar o qué?

—La verdad es que no, y es más difícil cuando le apuntan a uno con un arma, ¿sabe?

—Entiendo. En ese caso… ¡Baila!

—¿Cómo voy a…

Entonces el vaquero empezó a pegar tiros al suelo delante de Troy y este empezó a dar saltitos. A aquello no se le podía llamar bailar, pero era algo parecido. El tipo casi vació el cargador, dejó tan solo una bala.

—Bueno, chico, casi bailas peor que rezas, pero estamos en paz. Todavía tengo una bala, así que no se te ocurra hacer ninguna tontería, tengo muy buena puntería —le apuntó al pecho y mientras guiñaba un ojo hizo un ruidito con la boca—. Ten más cuidado la próxima vez. —Luego se dio la vuelta y volvió al club.

Había debido de ser ese controlador de accesos: —maldito chivato de mierda —pensó. ¿Cómo iba a llegar a casa de su tía abuela Angie? No se le ocurría ningún plan, estaba nervioso y no era un tipo demasiado listo. Había dejado el colegio a los catorce años para recolectar castañas y venderlas en las ferias, pero aun así no era demasiado listo.

Fue a su camioneta y se metió dentro, todavía quedaba una cerveza. La abrió y le dio un largo trago mientras ideaba un plan. No se le ocurrió nada, la cocaína había anulado por completo su pensamiento racional, le había quitado el sueño y le estaba provocando delirios. Veía destellos de luces por delante del espejo retrovisor, manchas de luz redondas, verdes y naranjas con bordes parpadeantes y relampagueos amarillos. Un espectáculo de fuegos artificiales justo en frente de su coche: parecía un cine al aire libre.

Las manchas redondas eran como células, parecían mitocondrias: eran las células que le enseñaron en el colegio con trece años, justo antes de irse a recoger castañas. —¡Ah, castañas! —pensó—. ¡Qué feliz era cuando no tenía otra preocupación que la de recoger castañas!

Dio otro trago a la cerveza e intentó arrancar la ranchera: sonó a motor crujido, a tos ferina, a esputo de anciano en la unidad de cuidados intensivos de un hospital de mala muerte. No hubo manera, su ranchera era vieja y no tenía gasolina, el motor era viejo, él era viejo… viejo a los cuarenta años.

Quedaba un trago de la cerveza. El reloj se estaba quedando sin arena, su tiempo se agotaba. Tenía que idear un plan, y rápido. Podía estar sin gasolina, pero no podía estar sin cerveza.

Se habría dormido hasta que el Volkswagen azul hubiese desaparecido, pero esa maldita cocaína no le daría tregua. ¿Por qué habría esnifado? Esa sustancia del demonio era un enemigo de la borrachera, nunca le había gustado. Ahora necesitaría un trago y otro y otro más, y allí estaba aquel controlador de accesos chivato, y dentro el vaquero armado; era un territorio hostil.

Abrió la guantera y sacó su vieja Luger. Era casi tan vieja como la ranchera, o más, solo esperaba que funcionase mejor. Cogió munición y la cargó, luego se la metió en los pantalones, dio el último trago a la cerveza y lanzó la botella fuera, esta se esparció en mil pequeños cristales.

Bajó del coche y fue directo hacía la puerta, allí seguía aquel rudo y chivato controlador de accesos con su sonrisa maliciosa.

—Buenas noches, caballero —dijo.

Déjà vú. Troy escupió al suelo y contestó:

—¡Ni buenas noches, ni hostias!

Entró en aquel tugurio azul de mala muerte. Entró apestando a gasolina y con los ojos bien abiertos. Todo era azul y aquellas mitocondrias y relámpagos bailaban entre las lámparas que colgaban del techo, le pareció gracioso que lo hubieran seguido. Se acercó a la barra y se sentó en un taburete, ahora había otra camarera.

—Ey, preciosa.

—¿Sí?

—Ponme un wiski con hielo, ¿quieres?

La chica se giró para coger la botella y Troy inspeccionó el local más a fondo. Recorrió con la vista toda la barra y las mesas, no había rastro del tipo del sombrero, quizá estuviese arriba echando un polvo.

La camarera le sirvió el wiski y Troy le pegó un buen trago, tenía el gaznate seco, aunque por más que bebiera no conseguiría refrescarlo. Luego encendió un cigarro.

—Muñeca, eh, muñeca.

La camarera se acercó y levantó la barbilla a modo de respuesta.

—¿Has visto a un tipo con sombrero vaquero?

—Veo a muchos tipos con sombrero vaquero cada día.

—Ya, ya, sé por dónde vas… —Troy sacó su fajo de billetes, que eran todos sus ahorros, desenrolló uno de veinte y lo extendió en la barra— un tipo bajito, con cara de uva pasa, muy arrugado, con camisa tejana y sombrero vaquero.

La chica alargó la mano, cogió el billete y se lo guardó en el escote.

—No, lo siento, no me suena.

—Entiendo. Ponte tú un wiski también, o lo que quiera que bebas, estás invitada.

—Es muy amable, caballero, pero no se nos permite beber en horas de trabajo.

—Oh, qué triste, yo no podría trabajar en estas condiciones.

Se giró hacia un lado de la barra y dijo:

—Señores, pidan lo que quieran, están ustedes invitados.

Luego se giró hacia el otro:

—Lo mismo ustedes, buenos amigos, todos invitados.

No serían muchos, unos diez en total; pero empezaron a pedir copas, de dos en dos, y de tres en tres, y las cuatro camareras no daban abasto. Los tipos chillaban y jadeaban. Hacía unos instantes estaban tranquilos en sus sitios con caras de tristeza y de desesperación y ahora, de repente, eran tipos alegres y llenos de fuerza. Se precipitaban sobre la barra alzando aquellos enormes brazos con sobacos malolientes y caras desencajadas.

—Un wiski, un ron, un vodka con soda, a mi ponme dos, a mi dos y un chupito, tres chupitos de tequila, otro wiski, otro ron…

Aquellos tipos no paraban de pedir, era el minuto de oro del club de carretera, eran peores que las viejas el primer día de rebajas en el centro comercial. Y es que el alcohol es capaz de conseguir lo que no consigue la moda: un borracho dejará de lado la moda con tal de conseguir un trago, dejará de lado la higiene, dejará de lado incluso a su familia.

Troy disfrutaba viendo a aquellos tipos como disfruta tu abuela viéndote comer. Luego la camarera que se había quedado la propina se acercó a Troy.

—Escucha, ¿podrías contar tu dinero? Estos tipos están totalmente descontrolados.

—Sí, claro, ¡cómo no!

Troy se disponía a contar el dinero cuando vio de soslayo a un tipo con sombrero de vaquero bajar las escaleras que conducían a las habitaciones: era él, su verdugo, bajaba junto a una mitocondria. Troy lanzó el fajo de billetes dentro de la barra.

—Toma, cuéntalo tú, y quédate el cambio.

La camarera abrió los ojos como un sapo y esbozó una leve sonrisa, aquella noche no tendría que chupar ningún pene viejo si no quería. Troy se levantó del taburete y fue directo hacia el vaquero, que se disponía a sentarse en una mesa vacía.

Disminuyó el paso y esperó a que se sentara, después se sentó en frente de él.

—Hola, capullo —le dijo apuntándole al pecho con disimulo mientras camuflaba la pistola entre las cervezas vacías de la mesa. El tipo abrió los ojos más que la camarera y empezó a temblarle el labio inferior, no fue capaz de articular palabra.

—Verás —continuó Troy—, antes te portaste muy mal conmigo, y no me gusta la gente que se porta mal, así que ahora si quieres seguir con vida tendrás que portarte bien. ¿Quieres seguir con vida?

El tipo movió la cabeza de arriba abajo sin poder detener el temblor de labio.

—Bien, entonces te vas a levantar y vas a caminar hacia fuera, hasta llegar a los coches, sin hacer ningún movimiento extraño, o te reviento de un balazo, ¿estamos? No tengo nada que perder.

El tipo volvió a mover la cabeza de arriba abajo sin articular palabra, Troy se puso nervioso.

—¡Oh, vamos! ¿Qué diablos te pasa? —cogió una botella de cerveza y le golpeó en la cabeza. La botella no se rompió, pero de los ojos del tipo cayeron dos pequeñas lágrimas—. ¿Puedes apuntar a un hombre, pero no puedes ser apuntado? ¡Camina!

El vaquero se levantó y Troy fue detrás, siguiéndole los talones muy de cerca; el tipo casi podía notar su aliento en la nuca.

Cruzaron la puerta que daba a la calle para salir al exterior. Ya podía verse el sol por el horizonte, un gran sol de color rojizo que parecía una bola de fuego, estaba amaneciendo.

El chivato ya no estaba en la puerta, ahora había un negro de dos metros.

—Eh, tú, grandullón, ¿dónde está tu compañero? —preguntó Troy con la mano metida en el bolsillo. El negro giró la cabeza hacia él.

—En su casa —el grandullón hablaba inglés a duras penas.

—¿Y cuándo volverá?

—Esta noche.

—Pues dile que se ande con ojo. ¡Y que controle esa lengua de soplón! Nunca sabe a qué clase de loco puede estar jodiendo.

El tipo no entendió nada, pero tampoco parecía importarle, se limitó a asentir. Troy y el vaquero siguieron andando hasta llegar a los coches. Se detuvieron enfrente del Volkswagen.

—Aquel tipo te chivó lo de la gasolina, ¿verdad? Di la verdad.

El tipo negó con la cabeza.

—¡Cómo que no!

Troy sacó la pistola del bolsillo y le pegó con la culata en el mismo sitio que le había dado el botellazo, le hizo una brecha en el chichón.

—Vamos, ¡di la verdad! ¿Te lo chivó o no te lo chivó?

Ahora el tipo dijo que sí con la cabeza.

—Lo sabía, ¡oh, diablos! Lo sabía. Debería volver mañana y pegarle un tiro, como debería hacer contigo. Vamos, dame una razón para que no te pegue un tiro aquí mismo, una sola.

—Tengo una esposa —dijo el tipo.

—Tienes una esposa… tienes una esposa… ¿y qué mierda de razón es esa? ¿Te parece esa una buena razón? Quizá sea esa la razón por la que debería pegarte un tiro. Tendrás que darme otra mejor, chico. No me gustan los rezos ni los bailes, yo soy más justo. Pero, joder… ¡te has reído de mí! ¡Me has tratado como un payaso de feria por cuatro miserables dólares de gasolina!

Se puso nervioso, demasiado nervioso, y disparó, y se arrepintió al momento de haberlo hecho, pero ya había disparado. El tipo yacía en el suelo panza arriba, con un agujero en el estómago, agonizaba de dolor y le costaba respirar. Troy se arrodilló ante él.

—¿Por qué lo hiciste? ¿Eh? ¿Por qué tuviste que hacerlo? Yo solo quería un poco de gasolina, ¡estúpido! ¿Qué te costaba mirar para otro lado? ¿O qué te costaba dejarme ir sin mancillar mi honor? ¿Y qué razón es esa de que tienes una esposa? Estúpido, estúpido, ¡estúpido!

Le vació el resto del cargador en la cabeza, y la cabeza se desintegró, y se arrepintió al momento de haberlo hecho, pero ya estaba hecho. Volaron algunos sesos y algunos pedazos de cráneo se esparcieron por el suelo entre la sangre: aquello era un cuadro espantoso, pero le pareció arte.

Metió las manos en los bolsillos del tipo y sacó las llaves del Volkswagen y la cartera: ochenta dólares, cincuenta centavos, un preservativo y un carné del ejército. ¿Del ejército? ¿Este es el tipo de hombre que nos va a defender si estalla la guerra? ¡Oh, vamos!

Fue hacia el Volkswagen, se subió al asiento del piloto y encendió el motor. Aquello encendía a la primera y sonaba como la seda. Puso la radio, estaba en la emisora de pop americano. ¿Pop americano?, ¿de veras?, ¿este es el tipo de hombre que va a luchar por nosotros?

Se enfureció y dio marcha atrás, luego aceleró y pasó por encima del vaquero del ejército. Sabía que estaba muerto, era ya puro vicio. El negro de la puerta quizá hubiera visto todo, pero no hizo ningún movimiento: era más listo que el otro chivato, mucho más. Troy aceleró y salió a toda mecha del aparcamiento: ochenta dólares, cincuenta centavos, un preservativo, un carné del ejército, una Luger sin balas y medio depósito, con eso tendría suficiente para cruzar la frontera.

Angie estuvo esperándolo días, semanas y meses: nunca lo volvió a ver. Nunca una llamada, nunca una señal de vida… solo un pálpito, un pálpito con olor a muerte.