RITMO DE VAGABUNDO

Héctor se sorprendió al cruzar la puerta de aquel ruinoso bar de carretera. Una rubia estaba en la entrada hablando por teléfono, sentada en un taburete y frente a un mostrador. Llevaba minifalda, gafas de secretaria y una blusa con un nudo en la cintura que dejaba ver su ombligo, tendría unos veinte años. Héctor se dijo que era demasiado buena para él y tiró de largo. Él iba hecho un estropicio y llevaba al menos dos semanas sin ducharse. Vestía con ropas harapientas y tenía el pelo áspero y la piel grasienta, las uñas negras y largas y la cara sucia, un auténtico estropicio. Llevaba encima todos sus ahorros: cuarenta y ocho dólares. Anduvo hasta un taburete frente a la barra y se sentó. Pidió un vaso de wiski y se lo bebió pensando en que nunca había estado en un bar con recepción.

Aquella chica se limaba las uñas mientras mascaba chicle y hablaba por teléfono, ese parecía ser todo su trabajo, con las piernas cruzadas y el gesto torcido, sin mirar a su alrededor. Una chica segura de sí misma, sí señor. Saludaba a los que entraban y seguía mascando chicle y hablando por teléfono y limándose las uñas.

—¿Quién es?  —le preguntó al camarero.

—Oh, ella es Laura, la nueva recepcionista.

—¿Y para qué necesita recepcionista un lugar como este?

—Cosas del jefe —dijo señalando un cuadro en la pared. En él podía verse a un hombre feo, de enormes patillas y bien alimentado.

—Entiendo. 

Héctor bebió un poco más de wiski y fue directo a la máquina tragaperras. Sacó del bolsillo de su pantalón una rama de árbol y se agachó. Metió la rama por debajo de la máquina. Dos dólares con cincuenta. Podría pedir otro wiski. 

Volvió a su sitio y apuró el vaso. Después pidió otro. Cuando el camarero se giró para agarrar la botella aprovechó para coger una larga colilla del cenicero a la que había echado el ojo previamente. La encendió y esperó a que el vaso volviera a llenarse. 

Bebió un poco más mientras inspeccionaba el lugar. Era un bar grande y viejo. Había billares, dardos, karaoke y pista de baile con una gramola para echarle monedas. Dio otro trago y fue a ver si sonaba su canción.  

Disimuladamente se acercó, bordeando la pista, con el vaso en la mano y haciendo ligeros movimientos de cintura. Eso provocó la excitación de una anciana, que se acercó a él bailando y meneando los hombros. Él se echaba hacia atrás mientras la anciana iba hacia delante, meneando la cadera y acorralándolo, haciéndolo retroceder hasta chocarse con el altavoz. Aquella anciana se acercaba moviendo la lengua con mirada impúdica y él ya no podía ir más hacia atrás. Se quedó agarrotado y de puntillas esperando el fatal momento. 

Por suerte para él la anciana arrugó la nariz, frunció el ceño y se dio la vuelta. Se perdió entre las luces y el humo de discoteca mientras sus testículos bajaban de nuevo a su bolsa escrotal.

Estaba cerca de la gramola. Dio un largo trago al wiski y sacó su rama. Se agachó, dejó el vaso en el suelo y metió la rama debajo de la gramola. Cuatro dólares con setenta y cinco: un par de wiskis más. 

Cogió el vaso y volvió a su sitio entre miradas hostiles, algunos bailarines se habían dado cuenta de sus triquiñuelas.

Pidió el tercer wiski y cogió otra colilla, esta vez más pequeña. La encendió delante del camarero, estaba empezando a perder la vergüenza. La borrachera se estaba juntando con la del día anterior y estaba a punto de convertirse en el ser despreciable que era cuando bebía. 

Mil ideas pasaban por su mente. Y aquella muñeca seguía allí, mascando chicle y hablando por teléfono. Mascaba el chicle torciendo el gesto. Se dijo que era lo más sensual que había visto en mucho tiempo, pero ¿qué posibilidades tenía él con una muchacha así? Dedujo que ninguna, a no ser que la secuestrase.

Siguió vaciando el tercer wiski. Llevaba dos semanas de viaje y había cruzado tan solo tres estados, era un ritmo lento y agotador, ritmo de vagabundo, lo que era. Su destino era Alabama, había quedado allí con un buen amigo suyo, uno de los pocos que tenía. Se habían conocido en una de las tantas idas y venidas de Héctor a prisión. 

Hubo un tiempo en que Héctor tuvo hogar y una familia, pero un día llegó el divorcio y al día siguiente había un hombre durmiendo en su cama. De eso hacía cinco años. Héctor tuvo que marcharse y desde entonces vivía en fábricas, parques y debajo de puentes junto a otros hombres y mujeres sin hogar. Más tarde perdió el trabajo y ahora se dedicaba a recoger chatarra y a vender artículos que robaba en el supermercado. Gracias a las últimas latas de paté conoció a Ben, su amigo.

Ben le había prometido darle cobijo en Alabama y buscarle un trabajo. Le daba igual recoger trigo o hacer de mamporrero, lo que fuera, con tal de alejarse de Dakota. Aquellas calles hostiles le recordaban quién era: un cornudo desterrado.

Ahora estaba en aquel bar de carretera, desnutrido y deshidratado, hacía días que no bebía agua. Sus ropas olían mal y nadie se le acercaba. Todos los taburetes estaban ocupados, excepto los que estaban a su alrededor. Sitios vacíos para almas tristes y estómago fuerte, no había nadie más así en todo el local.

Nadie le miraba, era como si no existiera. La gente hablaba y reía y se besaban y se abrazaban y él estaba allí, en medio. En medio de la risa y del amor. El camarero les ponía cacahuetes a todos menos a él y hacía bromas con todo el mundo y también reía. Y para él no había risa, ni amor, ni bromas, ni siquiera cacahuetes, ¡y era el más desnutrido de todo el local!

Vació el wiski y pidió el cuarto. El camarero le sirvió después de diez minutos de bromas y risas con los demás clientes. Se dijo que no había nada más que pudiera perder, hacía mucho tiempo que había perdido incluso hasta la dignidad. Iría a por la rubia, un fracaso más, uno menos, qué más daba.

Caminó con paso tambaleante por el medio de la sala, con el vaso en la mano y un fuerte olor a axila, la gente se apartaba a su paso. Después de lo que le pareció una larga travesía, llegó a aquel mostrador. La chica seguía hablando por teléfono.

—Disculpa… —dijo con voz tímida.

La chica alzó la palma de la mano mientras lo miraba de arriba a abajo con el teléfono en la oreja y la boca torcida.

—De acuerdo, esperaré.

La chica siguió hablando por teléfono mientras miraba a Héctor de reojo, y luego de arriba a abajo, y luego de reojo otra vez. Él se ponía más nervioso cada segundo que pasaba. Se preguntó por qué le asustaba aquella chica si le daba igual incluso morir, ¿qué demonios le pasaba? No entendía nada, pero el no entender no le eximía de su nerviosismo.

La chica hablaba con una tal Mery. Le contaba que una tal Ana le había puesto los cuernos a un tal Rick con un tal Jeffry. Ella hablaba y hablaba y Héctor seguía allí tieso como un palo de escoba. La chica había girado la cara y Héctor pensó que se habría olvidado de él. Le dio un toquecito en el hombro.

—¿Qué quieres, jodido psicópata? —preguntó la chica, que había apartado el teléfono de su oreja por primera vez.

—Yo, me preguntaba si podríamos…

—¡No! —interrumpió—. ¡Y ahora lárgate!

Héctor se dio la vuelta y caminó de nuevo hacia la barra con la cabeza gacha.

—Sí, tía, como lo oyes, la muy zorra le dijo a Jerry que no sentía nada por Rick. Sí, tía, muy fuerte —escuchaba mientras se alejaba de aquella hermosa mujer.

Al volver vio que un tipo ocupaba su sitio, debía de pesar ciento veinte kilos. Se acercó a él.

—Verás, amigo. Ese es mi sitio.

El tipo echo una mirada a Héctor y arrugó la cara. Después dio un trago a su cerveza.

—Oye, no he tenido un buen día. ¿Te importaría sacar tu culo gordo de mi asiento?

—¿Cómo has dicho? Maldito enclenque.

El tipo se había levantado, pero no con la intención de cederle el sitio. Héctor se arrepintió al momento de sus palabras. Tartamudeó, intentando encontrar la forma de salir del apuro.

—Yo decía que, si no le importa…

¡Plash! El tortazo se oyó en todo el bar. La gente de alrededor giró la cabeza. El tipo de ciento veinte kilos estaba rojo como un tomate debido a la ira y Héctor enfrente con un tomate en el pómulo, acariciándose el bulto.

—Te espero fuera, machote —dijo el grandullón, mientras le daba una palmadita en la espalda.

Ahora necesitaría otro wiski. Sus ahorros decrecían a un ritmo alarmante. Se había marchado de debajo de aquel puente hacía dos semanas con doscientos dólares y le quedaban menos de cincuenta.

Pidió un wiski y se quedó de pie, al lado del taburete, ya no le apetecía sentarse. Dio unos cuantos tragos y disimuladamente se fue alejando hacia la pista de baile. Una vez allí, vació el vaso de un último trago y corrió rápidamente hacia la salida. La rubia de la entrada ya no hablaba por teléfono.

—Alto, alto, alto. No puedes salir con el vaso.

—Oh, yo, no lo sabía, señorita.

La chica se levantó y le arrebató el vaso de las manos. Luego puso cara de asco y lo miró de arriba a abajo.

—¿A qué huele usted? ¡Márchese!

Estaba solo, solo ante el peligro. Tenía pensado lanzarle ese vaso a la cabeza a aquel grandullón y salir corriendo, pero ahora tendría que enfrentarse a puñetazos. Le daba igual morir, pensó, ¿por qué le daba miedo una pelea?

Allí estaba aquel gordo, apoyado en el capó de un coche, esperándole con los brazos cruzados. De pronto, aquel tipo fofo le pareció un vikingo. Gus el tendero era Ottar dos corazones. El vikingo se acercó hacia él a paso acelerado. Héctor pensó en darle una patada. Sí, eso era, le daría una patada y saldría corriendo. Todavía recordaba algo de sus clases de kárate, estuvo de los doce a los catorce años, era cinturón amarillo-naranja. Hacía más de treinta años de aquello, pero pensó que podría funcionar.

Se equivocó. Ottar dos corazones había dejado caer su puño de fuego sobre aquel rostro mugriento y dolorido y Héctor se había desplomado antes de poder reaccionar. Al caer había chocado con la cabeza contra el asfalto y le rodeaba un gran charco de sangre. Cuando despertó, Ottar dos corazones ya no estaba.

Anduvo un rato por el arcén de la autopista haciendo autostop. Así era como había llegado, pero ahora con la cara hinchada y aquellas pintas era más complicado que alguien parase. La herida de su cabeza no paraba de sangrar y estaba impregnando su sucia camisa de rojo. Coches, camiones y furgonetas pasaban de largo, pero ninguno paraba. Todos parecían ir a altas velocidades, altas velocidades para un vagabundo.

 El sol había salido y se alzaba impasible ante él como un diablo de fuego que no perdona a los débiles. Caminaba con piernas temblorosas y el pulgar levantado mientras gotas de sudor frío caían por su frente y se le metían en los ojos. Empezó a ver oasis en medio de la carretera. De vez en cuando se escuchaba un gran pitido que le hacía volver a meter el cuerpo en el arcén. Estaba borracho. Estaba borracho, deshidratado y al borde del desmayo. Y todavía le quedaban dos estados por cruzar.