BUSCANDO LA MUERTE

Había tenido varios intentos de suicidio, pero se quedaron en intentos. Su gran tolerancia a la droga le había impedido morir de sobredosis en su época de drogadicto y a día de hoy no había encontrado el método adecuado. Tenía vértigo a las alturas: descartado tirarse desde cualquier sitio. No tenía pistola ni facilidades para conseguir una: descartado pegarse un tiro. Todo lo demás le daba pavor, lo único que había intentado era cortarse las venas en repetidas ocasiones, pero siempre poco a poco, viendo la sangre brotar y sin atreverse a hacer un corte limpio, más que cortar iba rasgando. Aun así tenía los brazos realmente destrozados, su nombre era Peter Crowl.

Era conserje en un importante edificio de oficinas en Nueva York. Divorciado y con un hijo mayor de edad al que nunca veía. Expresidiario y exdrogadicto. Ciento treinta kilos y dientes amarillos. Casi siempre estaba sudando y su sudor desprendía un fuerte olor, las toxinas de la droga todavía impregnaban sus células. No hacía nada que no fuera trabajar, beber, ir de putas o desear la muerte, aunque esto último con más frecuencia. Ojos azules y tristes, rostro entre pálido y rojizo y orificios de la nariz forzosamente dilatados.

Peter llevaba ocho años divorciado, seis apartado de la droga y cinco sumergido en el alcoholismo más profundo. Cada día al salir del trabajo se iba al bar y se tiraba allí largas horas hasta que cerraba. Luego se iba a su casa esquivando farolas. Allí no tenía nada ni nadie que le esperase, más que la idea del suicidio.

Cada día le esperaba, al cruzar la puerta: la idea del suicidio estaba allí, sentada en su sofá, desafiándole. Él la evitaba, no tenía fuerzas para enfrentarse a ella.

Peter bebía también en el trabajo, se llevaba botellas de refresco opacas que iba rellenando a escondidas con botellas de alcohol que traía en la mochila. Era el calentamiento antes de ir al bar, además, le salía más barato embriagarse y se le hacía más amena la jornada laboral, tres pájaros de un tiro.

Se acostaba borracho cada día y se levantaba de la misma manera al día siguiente para ir a trabajar. Acababa de salir de un periodo de dos años de baja por depresión y debía esperar unos meses para repetir el proceso. Era una estrategia para no tener que ir a trabajar, aunque realmente estaba destrozado, su débil mente nunca pudo superar la pérdida de su exmujer. Aunque no la amase, era la mentalidad del perdedor: he perdido otra vez, da igual que sea la cartera, la partida de dominó, o la mujer. Era un nuevo fracaso, una derrota más para su larga lista, la cosa venía del colegio. Lo elegían siempre el penúltimo en el equipo de fútbol, el otro chico tenía una pierna ortopédica.

Pasaba las horas de trabajo en una garita frente a más de veinte pantallas y sentado en su silla mirando las carreras de sus brazos, bebiendo, fumando, leyendo revistas, cogiendo el teléfono de vez en cuando, ordenando cartas, recibiendo alguna visita y saliendo a charlar con los guardias de seguridad. Había uno con el que se llevaba especialmente bien, pero iban rotando y no lo veía muy a menudo. Tenía su número de teléfono y quedaban de vez en cuando para ir al bar o al burdel, pero casi siempre estaba ocupado. Había otro con el que se llevaba especialmente mal, un irlandés, y es quien estaba ahora. Un día el irlandés le había pegado dos puñetazos en el estómago por hurgar en su chaqueta y ahora Peter no se atrevía a salir de la garita. Estaba leyendo una de sus revistas cuando sonó el teléfono.

—Edificio Bonanova, dígame.
—Peter, soy Randy, necesito que me subas una cubitera y dos botellas de champán, ¡deprisa!
—Marchando, señor.

Randy era el señor Randall, uno de los jefes de una de las oficinas del edificio. Peter se apresuró hacia el restaurante, que estaba saliendo de la garita a mano izquierda, dentro del mismo edificio. El irlandés le echó una mirada desafiante, Peter agachó la cabeza y cruzó la puerta del bar. Se dirigió hacia la barra donde estaba una de las camareras secando platos.

—Sandra, necesito una cubitera y dos botellas de champán, deprisa, son para el señor Randall.
—Eh, eh, eh, tranquilo, señorito, a mí se me relaja.

La camarera seguía secando platos y vasos mientras canturreaba una canción en voz baja. Peter temblaba mientras esperaba y sus tics se apoderaban de su anatomía.

Después de una tensa espera le dio la cubitera y las dos botellas, Peter las cogió y se apresuró hacia el ascensor, pulsó el botón y esperó mirando a la pared, allí estaba el irlandés y él lo sabía. Entonces apareció el señor Harrison, otro jefazo importante del edificio, iba con una muchacha rubia de muy buen ver, unos veinte años más joven.

—Buenos días, señor Harrison.

El señor Harrison le dedicó una mirada de desprecio y se metió en el ascensor con la muchacha. Peter tuvo que esperar unos minutos al siguiente ascensor mientras esquivaba las miradas hostiles del irlandés. Cuando llegó al piso dieciséis el señor Randall no parecía estar de muy buen humor.
—¿Dónde te habías metido, muchacho? ¿Qué te han traído el champán de Francia? Y, espera un momento, ¿por qué traes tan solo una botella? ¿Dónde demonios está la otra? Te dije claramente: ¡DOS BOTELLAS!

Peter estaba empapado y apestaba a alcohol, pero esta vez no era de bebérselo, que también.

—Verá, señor Randall, se me ha caído la otra botella en el ascensor y…
—¿Qué? Lárgate de aquí ahora mismo, eres un inútil, me encargaré personalmente de que te pongan en la calle, vas a acabar limpiando váteres, ¡fuera de mi vista!

Peter salió del despacho, cabizbajo, y se dirigió hacia las escaleras. Cogió el ascensor de vuelta en el decimoquinto.

No salió de la garita el resto del día, ni siquiera se levantó de la silla; aunque sus niveles de ansiedad internos se incrementaban, por momentos sentía los latidos del corazón en los párpados y sudaba más de lo habitual. Ese día la jornada laboral se le hizo irritablemente larga y las botellas de su mochila se vaciaron a un ritmo más rápido que de costumbre. Al finalizar la jornada fue al bar como cada día, aunque esta vez a paso acelerado. Allí estaban Logan; Max, “el Rubio” y Berny, “el Camarero”.

—Hombre, Pete, ¿cómo ha ido el día? —se interesó Max.
—Como todos, Max, como todos.
—De culo, entonces.
—Así es.

Echaron a reír todos, excepto Peter, que mandó poner una ronda a Berny. Era difícil ver la sonrisa de Peter. Berny puso una ronda y Logan propuso un brindis:

—Por Peter, que ha pagado el wiski: por que viva muchos años más.

Peter brindó sin ganas, no le hacía gracia la idea de vivir muchos años más. Logan pagó otra ronda, y luego Max, y luego Peter otra vez.

El alcohol no le hizo efecto ese día. La pena y la tristeza se habían apoderado de su ser y habían aniquilado su fuerza y su adrenalina. Le estaba entrado sueño y se estaba durmiendo apoyado en la barra cuando entraron dos mujeres en el bar y los toques en el brazo que Max le estaba propinando le hicieron despertar:

—Mira, mira.

Eran dos mujeres de unos cincuenta años, desaliñadas, con el pelo graso, uñas de porcelana y vestidos horteras a juego con los zapatos: parecían hermanas.

—Hola, caballeros. ¿Saben dónde hay un karaoke por aquí cerca?
—Oh, aquí podemos cantar también y divertirnos, señoritas, mucho más que en un karaoke —dijo Max—. ¿Verdad, Pete?

Pete miraba a las mujeres, asustado, como un político mira a un juez.

—¿Ah, sí? —dijo una de ellas, acercándose a Max—. ¿Y por qué más que en un karaoke?
—Bueno, por qué aquí estamos nosotros.

La mujer soltó una carcajada, pidió un ron con lima y se sentó en un taburete, junto a Max. La otra mujer pidió un vodka y se acercó a Peter.

—Bueno, chico, y cuéntame, ¿qué es lo que hacéis aquí tan divertido?
—No lo sé, pregúntale aquí a mi amigo, el rey de la fiesta.
—A mí, a mí, pregúntame a mí —intervino Logan, levantando el brazo desde la esquina de la barra como si fuera un niño pequeño en clase.

La otra mujer rodeó la barra y se fue a la esquina, junto a Logan, mirando a Peter con el ceño fruncido; el camarero puso allí su copa.

Peter tenía los ojos más tristes que de costumbre, ya no se dormía, se le había quitado el sueño. Veía cómo Logan y Max hablaban con las chicas y reían y brindaban y él quedaba en segundo plano, hablando con Berny sobre temas que no le interesaban y poniendo la oreja a lo que decían a su alrededor.

—¿Me estás escuchando? —le dijo Berny.
—¿Eh? Sí, sí, Berny, perdona, estoy algo cansado hoy.
—Ya veo…

Cuando se quiso dar cuenta Max y Logan se estaban marchando por la puerta con las dos mujeres agarradas por la cintura.

—Eh, chicos, ¿ya os vais? —preguntó Peter.
—Sí, Peter, ahí te quedas —dijo Max.
—Sí, eso, ahí te quedas —repitió Logan.

Los cuatro se fueron entre risas y Peter se quedó a solas con Berny.

—Pues eso, que se pueden extraer cientos de kilos de carne de una sola célula madre de una vaca sin que esta sufra consecuencia alguna, y los filetes serían prácticamente iguales, podría acabarse con el hambre en el mundo, pero claro, esto no interesa.

—Ya, entiendo, Berny: cóbrame.

Peter pagó la cuenta y se marchó del bar andando a paso lento por la acera. Se dirigió a una cabina telefónica, echó una moneda y llamó a un taxi. El taxista era un mejicano bajito, con bigote: lo dejó en la puerta del club Monique´s.

Peter se tomó dos copas antes de decidirse por alguna muchacha; estaba desolado y triste y ninguna de esas mujeres parecía tener pinta de poder llenar su vacío corazón. Al final se decantó por una jovencita de aspecto asiático, se tomó otra copa después y se marchó. Llegó a casa con doscientos pavos menos, sereno y consternado.

Vivía en un pequeño apartamento de veinte metros cuadrados en el centro de Nueva York. Tenía que cagar al lado de donde dormía y cocinar al lado de donde cagaba. A la mañana siguiente se despertó y se fue al baño a hacer de vientre. Luego se duchó, se preparó unos huevos fritos y se fue de nuevo a trabajar.

—Otra vez lo mismo —pensaba Peter—, otra vez aquí, viendo las mismas caras, aguantando a la misma gente; otra vez esta resaca infernal, otra vez gente bien peinada y perfumada de un lado para otro. Nunca te fíes de un hombre bien peinado, y menos si lleva perfume. Otra vez todo el mundo diciendo buenos días, ¿acaso son buenos? Otra vez esas sonrisas, ¿realmente esta gente es tan feliz como reflejan las sonrisas de sus caras? No me lo creo, algo esconden, malditos hipócritas. No tienen valor para afrontar la realidad. Otra vez el puto teléfono y otra vez las putas cartas, odio las putas cartas. Y otra vez el irlandés allí. Los turnos eran de semana en semana.

Todo apuntaba a que iba a ser otro día de mierda para Peter, lo que no se imaginaba es que sería el último. A las doce del mediodía se presentó su supervisor con la carta despido en la mano y un chico joven y bien peinado a su lado. Peter se fijó en el chico y vio que llevaba un uniforme igual que el suyo: era su sustituto. El señor Randall se había tomado en serio su amenaza: ya no tendría que ordenar más cartas.

Ahora Crowl tenía demasiado tiempo para pensar, y sin esas cartas y el olor de esos perfumes a su alrededor todo su pensamiento se centraba en la idea del suicidio. Casi nunca salía de casa y se quedaba en sus veinte metros cuadrados dándole vueltas a la cabeza, rodeado de botellas de alcohol y mugre.

—¿Cómo podría hacerlo? ¿Abriendo la llave del gas? No, podría tener una muerte agonizante en el mejor de los casos. ¿Ahorcándome? No, con este falso techo como mucho me partiría las piernas. ¿Tirándome al metro? No, no quiero convertirme en carne picada. ¿Cómo podría hacerlo?

Tenía que ir a la oficina de empleo, pero le faltaban humor y fuerzas. Llevaba días demorándose, días en los que ahogaba sus penas y su alma en alcohol, oprimiéndola y dándole un respiro entre largos y agonizantes intervalos de tiempo llenos de vómitos, sufrimiento y dolor. El suelo pegajoso y las paredes, llenas de huellas rojas, reflejaban el vino y la sangre antes derramados, y la colección de botellas vacías y cristales rotos iba en aumento a un ritmo alarmante, a la vez que se cortaba y se infectaban las plantas de sus pies. Estuvo toda esa semana alimentándose de huevos fritos y sin pasar por la ducha.

El martes siguiente se despertó, se duchó, se bebió una botella de vino, metió un tenedor en el enchufe y se fue a la oficina de empleo con los pelos de punta después de un vano intento de ahorrarse la visita.

Había una gran cola, llegaba casi hasta la esquina. Una gran cola como esa era algo insoportable para él en esos momentos, una prueba de fuego. Solo tendría que aguantar allí un par de horas a lo sumo y podría regresar a casa, a seguir bebiendo y cortándose las manos y los pies. Estaba decidido a hacerlo, pero compraría primero algunas botellas de cerveza, así que entró al supermercado y salió con una cerveza en la mano y los bolsillos cargados. Se bebió la primera de un trago, la tiró en una papelera y se fue para la cola que daba ya la vuelta a la esquina. Preguntó quién era el último y aguardó, aguardó unos minutos hasta que varias personas se pusieron detrás de él y la cola cruzó la esquina de nuevo, ya no era de los últimos.

Peter se había bebido otra botella de cerveza y se había guardado la botella vacía en el bolsillo con el casquillo puesto. Iba por la tercera cuando se empezó a marear. Notó que le fallaban las piernas y que todo a su alrededor era falso, era algo parecido a un sueño. Notó voces y murmullos sin sentido por todas partes y sintió que el cielo bajaba bruscamente hacia él para presionarlo contra el suelo y todos los murmullos sin sentido de la gente de su alrededor se convirtieron de repente en un silencio aterrador. Peter soltó la botella para agarrarse la cabeza con las dos manos. La botella cayó al suelo y se rompió, más cristales por todas partes. Peter chillaba, temblaba y hacía sonidos sin sentido aparente. La gente se apartó de su alrededor, algunos corriendo, y Peter se hizo una pelota en el suelo con las manos, cogiéndose la cabeza y retorciéndose como un gusano contra los cristales. Luego perdió el conocimiento.

La cola avanzaba esquivando a Peter:

—Está borracho —decía la gente—. Sí, tenía una cerveza, solo es un borracho.
—Dejadlo ahí, que duerma la mona.

Pero el guardia de seguridad de la puerta había visto revuelo y había enviado a dos de sus compañeros a ver qué ocurría. Estos, al ver la situación, llamaron inmediatamente a la ambulancia.

Cuando apareció la ambulancia Peter ya estaba consciente, aunque algo desorientado. Aun así se lo llevaron al hospital para hacerle unas pruebas. Le diagnosticaron una crisis de ansiedad y le advirtieron que tuviera cuidado con el alcohol, no era recomendable llevarlo encima y menos en su estado, le dijeron, aunque no se lo requisaron e incluso se bebió alguna cerveza, con disimulo, en el hospital. Ese mismo día le dieron el alta y Crowl volvió a casa sin arreglar el paro. Le quisieron recetar unas pastillas y dar visita con el doctor, pero se negó alegando que su deseo era morirse.
Estaba bebiéndose la última botella de cerveza que le quedaba, en el sofá, viendo la luna a través de las cortinas y pensando en que había fracasado en su intento de arreglar el paro: se lo recordaban los cortes de su espalda, que le incomodaban al apoyarse en el sofá.

—No valgo para nada —se decía a sí mismo—, ni siquiera para hacer una triste cola, ni para ordenar cartas, ni para matarme.

Peter dio el último trago a su botella y se levantó a coger una de vino.

—Un momento, quizá no sirva para matarme a mí, pero tal vez sí para matar a otro.

Peter descorchó la botella de vino con ansias y una sonrisa mezquina de oreja a oreja mientras se le aceleraba el ritmo cardíaco:

—¿A quién podría matar? ¿Al señor Randall, quizá? ¿A mi jefe? ¿A ese muchacho sustituto? ¡Oh, no!, no digas chorradas, Peter, jamás te atreverías. No podrían meterte en la cárcel, serías un caramelito. Solo eres un cobarde que no puede afrontar esta vida, no eres más que eso.

Peter seguía luchando con sus demonios, botella en mano, bebiendo a morro, mientras caminaba en círculos por el salón.

—Un chute, eso es. Necesito el chute más grande que jamás me haya metido. Si me chuto lo olvidaré todo, los yonquis no piensan. ¿Dónde podría conseguirlo? Me mudé de Michigan a Nueva York precisamente por eso, para alejarme de todo. Mala elección, aquí no conozco a nadie. Cuando vivía en Michigan y estaba enganchado todo era más fácil, era feliz, o aspiraba a serlo al menos; en cualquier caso, no tenía estos impulsos suicidas ni asesinos. Nueva York en lugar de rehabilitarme ha acabado conmigo. Necesito un chute, un buen chute, cien miligramos de heroína en vena.

Peter miraba las carreras que la droga había dejado en su brazo derecho y con el izquierdo sostenía la botella. Cuando iba por la mitad le dio un arrebato, se puso los zapatos, cogió el abrigo y se fue, decidido a conseguir heroína.

Peter sabía quién podía tener o saber algo de droga; todos esos años en las calles le habían dado cierta experiencia en el terreno y podía reconocer a un drogadicto o a un camello por su manera de andar, pero cierto es que en todo ese tiempo en Nueva york no había visto muchos, aunque tampoco los había buscado. Esta vez estaba convencido de que sería diferente y estaba decidido a hacerlo aunque le pudiera llevar días, o meses. Empezaría tanteando el terreno en bares de mala muerte y hablando con taxistas y prostitutas —los taxistas y las prostitutas saben de todo—. A veces iba en taxi con una prostituta, inmerso en un pozo de sabiduría.

Su andanza le llevó cuatro noches hasta que conoció a un muchacho raquítico que se hacía llamar Spark, claramente drogadicto. Tenía la cara echada hacia atrás, como si tuviera la cabeza sacada por la ventanilla del coche con un viento de trescientos kilómetros por hora. Podían verse los huesos de su calavera como si de un examen de rayos X se tratase. Spark le llevó en taxi a un tugurio en las afueras donde dijo que de vez en cuando se pasaba un tipo que vendía heroína de la mejor calidad. Esperaron tomando unas copas que pagó el bueno de Peter. Spark estaba nervioso y no paraba de temblar, claramente tenía un gran síndrome de abstinencia.

Cuando Peter pidió la segunda copa entraron dos tipos con chaquetas de piel. Spark dejó la copa entera en la barra y dijo que uno de ellos era el hombre al que estaban buscando: 

—Dame la pasta, Peter, que voy a hablar con él —dijo Spark con la palma de la mano estirada. Peter estaba reticente a darle el dinero a aquel hombre-calavera que acababa de conocer. Podía ver a la muerte, que estaba tras él, y no le quedaba mucho para desenmascararse, pero no tenía otra opción. Finalmente le dio un billete de cincuenta.

Spark se dirigió hacia los tipos a paso lento y Crowl no le quitaba el ojo de encima. Sentado en el taburete, tembloroso, aguantando la copa con una mano y apoyado en la barra con la otra. De pronto Spark hizo un quiebro y se fue flechado hacia la puerta, abriéndola y escapando del lugar.

—Lo sabía —pensó Crowl, que tardó en reaccionar. Luego dio un largo trago, posó la copa vacía en la barra y fue tras el ladrón.

Salió y vio a Spark corriendo dirección norte por la avenida. Pensó que era un yonqui y que no corría mucho, estaba convencido de que podría atraparlo. Cogió aire y fue tras él. Peter corría ahora a la velocidad del sonido, nada ni nadie puede hacer correr o esperar a un hombre tanto como lo hace la droga.

En el segundo cruce apareció el camión de la basura pilotado por Steve Robs, un hombre que ahora está en la cárcel por homicidio imprudente al conducir bajo los efectos del alcohol. Su hijo va a visitarlo una vez al mes a la prisión estatal.

—Ya tienes lo que querías, Peter Crowl.